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Castro, Clinton, Juan Pablo II

Un famoso cartón político norteamericano mostraba a todos los presidentes de Estados Unidos, de Eisenhower a Clinton, cada uno con un globito encima de la cabeza, que en su conjunto decía: "FidelCastro-se-va-a-caer-cualquier-día".Han pasado casi 40 años y el Líder Máximo de la Revolución sigue allí, tan campante como el anuncio del whisky Johnny Walker. Obviamente, la política de Washington ha fracasado; obviamente es tiempo de cambiarla. La Cuba de Castro no representa una amenaza para nadie (salvo, dicen los enemigos del dictador, para el propio pueblo cubano). Pero la razón invocada para el acoso inicial de Estados Unidos ha desaparecido. Cuba ya no es aliado o satélite, como gusten ustedes, de la difunta Unión Soviética. De hecho, por primera vez en su historia, Cuba no es satélite de nadie. De colonia española, la isla pasó a ser, hace exactamente 100 años, colonia norteamericana y, a partir de los años sesenta, protectorado soviético. Ahora, Cuba, internacionalmente, es libre. Por desgracia, internamente no lo es. Pero la razón aducida para el autoritarismo interno es la necesidad de defenderse del imperialismo externo. Si desapareciese la amenaza externa, ¿se marchitaría la dictadura interna?

Se pueden invocar todas las razones imaginables para explicar el fracaso de la economía cubana. Pero el bloqueo de Estados Unidos no bloquea las relaciones con el resto del mundo. Y la ausencia del subsidio soviético revela, en cambio, la profunda inepcia y desorganización de la economía cubana, con o sin bloqueo gringo, con o sin subsidio soviético. Pero si éste mantuvo en el poder a Castro durante los primeros 30 años de su Gobierno, ¿requiere Fidel ahora, como el pez el agua, la continuada agresión de Washington para exigirle a su pueblo continuados sacrificios económicos, culturales, políticos y humanos en nombre de la unidad revolucionaria y patriótica contra los yanquis? Es claro que el presidente Bill Clinton no simpatiza con una ley Helms-Burton que le crea a Estados Unidos conflictos innecesarios con sus socios del Tratado de Libre Comercio, la Unión Europea y la comunidad del Pacifico. Se trata, además, de una violación abierta de las normas de derecho internacional que prohíben extender unilateralmente las disposiciones de un país contra otro a terceras naciones. Clinton lo sabe, y lo sabe el significativo conjunto de organizaciones y personalidades de la vida pública y empresarial norteamericana, incluyendo a David Rockefeller, Lloyd Bentsen, Paul Volcker, el senador Christopher Dodd y el diputado Charles Rangel, que se han unido para defender el derecho de comerciar con Cuba.

Entra en escena un hombre tan poderoso y hábil como Castro, y de su misma generación: Juan Pablo II, el Pontífice polaco que fue determinante, en la caída del régimen comunista en su patria. El cardenal primado de Cuba, Jaime Ortega, haciendo por primera vez uso de la televisión, les ha recordado a sus compatriotas que Wojtila luchó contra la dominación de Polonia por un imperialismo vecino y lucha por un orden social humanista bien consciente de los excesos del "capitalismo salvaje".

No creo que el Papa, por sí o en sí, logre cambiar demasiadas cosas en Cuba. Pero su visita puede ser decisiva para abrirle al propio Clinton los espacios necesarios para una normalización de las relaciones con La Habana, comparable a la que le otorgó un lugar en la historia al presidente Nixon en relación con el enemigo tradicional, Pekín. Aunque, nuevamente, la cuestión surge tan fatal como cada anochecer: ¿desea Fidel Castro una normalización que le prive del enemigo imperialista que le permite presentarse como el defensor insustituible de la patria y la revolución amenazadas?

Implacable, Castro también es mortal. Sabe que, sin él, el régimen va a cambiar. Raúl no es Fidel. Ningún miembro de la nomenklatura tiene la altura para sustituir a Castro. Pero hay en el Gobierno cubano hombres y mujeres conscientes, modernos, informados... Ellos saben que la opción no es entre una dictadura comunista y una colonia norteamericana. Hay una posible Cuba socialista, bien administrada, ligada al mundo, fortalecida por su extraordinaria reserva cultural y sus fuerzas creativas, dueña de una tierra inmensamente fértil y un capital humano de primera, que no entregaría el país ni a los gringos ni a los fundamentalistas de Miami. Un luchador interno por los derechos humanos como Elizardo Sánchez Santa Cruz ejemplifica lo que quiero decir. El cambio debe venir desde adentro. Entonces será pacífico, gradual y democrático. Impuesto desde fuera o bloqueado desde adentro, sólo puede conducir a un baño de sangre. ¿Es esto lo que quiere dejar Fidel Castro como herencia: un país pobre, desorganizado y herido?

Juan Pablo II puede crear un espacio negociador, Bill Clinton puede aprovecharlo, pero sólo Fidel Castro puede tomar la decisión más importante de su vida: abrir el camino para que, cuando él muera, Cuba pueda avanzar sin traumas hacia una vida mejor que conserve las conquistas de la revolución y las acreciente para el siglo que viene.

Sería lamentable que Castro dejase tras de sí una Numancia arruinada y al borde de la guerra civil. El acto más valiente de su vida sería heredar un país en plena transformación independiente. Al final de su existencia, Fidel Castro puede bajar por segunda vez, rejuvenecido, de Sierra Maestra.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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