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La otra mejilla: consideraciones sin nexo

Andrés Trapiello

Parece existir un principio según el cual las dictaduras sólo pueden demostrar su fuerza asesinando y las democracias la suya dejándose asesinar. Puede tenerse la impresión, incluso, a juzgar por las declaraciones habituales de los políticos tras cada atentado, de que la democracia española es más fuerte cuanto más asesinatos de personas demócratas se cometen en ella.La frase habitual, aparte de "la condena unánime", que jamás ha sido unánime, como es sabido, suele ser ésta: "Este asesinato ha de demostrarles a los violentos que los demócratas estamos cada vez más unidos, que la democracia es cada día más fuerte y que no cederemos ante su chantaje".

Para los que estamos habituados a trabajar con las palabras, nos asombra y sorprende siempre la utilización que se hace de algunas de ellas. Por ejemplo, el uso de la palabra "violentos". Suelen ser los nacionalistas los que más la utilizan aplicándosela a los asesinos, y tiene uno la sensación de que en el fondo les están llamando "traviesos", como esos padres consentidores que al fin y a la postre no pueden dejar de mostrar una gran simpatía hacia su hijo cuando éste acaba de romperles el jarrón a los señores donde están de visita; se ve incluso, por la sonrisa con que le reprenden, que les ha hecho hasta gracia. Por eso uno sabe que las cosas no cambian hasta que no cambian algunas de las palabras con las que se nombran, y sólo cuando veamos que han sustituido la palabra "violentos" por la de "siniestros" o "maflosos" o "macarras de la política" empezaremos a creemos "la condena unánime", y que el asunto, en verdad, va en serio, aunque hay que reconocer también que algo hemos avanzado: hacia 1975 les llamábamos "los muchachos de ETA".

Otra de las frases de rigor, oídas desde 1982, es que "estamos al final de un proceso", y que esto es cosa indubitable, pero lo cierto es que las muertes siguen produciéndose con inexorable y angustiosa puntualidad, como la gota de una clepsidra macabra, y que en ese negociado los muchachos de ETA han dejado en pañales a la dictadura de Franco. Por otro lado, para todos los que han muerto y para sus familiares y amigos, el final de este proceso ha supuesto para ellos el comienzo de otro, que no habrá ya de tener fin.

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Por eso a veces percibe uno con desaliento que la fuerza de la democracia, pese a todas las declaraciones más o menos solemnes, es insuficiente y que la unidad de los partidos demócratas es debilísima, pues que no es bastante para evitar tales muertes.

Cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco, todos quedamos espantados por lo siniestro y lo calculado de ese crimen, y muchos no comprendieron cómo a los asesinos no se les ablandó el corazón ante las multitudinarias manifestaciones que exigían, pedían y suplicaban clemencia y piedad para un hombre que no sólo era inocente, sino que estaba empezando a vivir, sin comprender quizá que los terroristas no es que fuesen inflexibles, sino sordos, y que los sordos no oyen más porque se les grite más fuerte.

Durante aquellos días de julio muchas personas del País Vasco pensaron: "Al fin esto se va a acabar", ilusionadas por la maravillosa respuesta popular, porque aquello fue como una revolución pacífica. La inmensa mayoría del pueblo estaba en la calle y la mayor parte de los militantes de HB se metieron debajo de las piedras, asustados, acoquinados de veras, convencidos muchos de ellos incluso de que esa vez "se habían pasado". ¿Dónde estaba la Mesa Nacional esos días? Muchos pensábamos: esas manifestaciones en el País Vasco los van a sacar de sus guaridas, los arrojaremos de esta tierra, será una verdadera revolución pero sin que corra la sangre, el pueblo entero, sin armas en la mano, se acercará a las sedes de HB, irán casa por casa, los sacarán a la calle, como cuando el pueblo de Lisboa, en la revolución de los claveles, buscó uno por uno a todos los torturadores de la PIDE, como cuando el pueblo francés sacó de sus casas a los "colabos" de los nazis, y los echarán de los pueblos, los arrojarán al mar, los pondrán en unas barcas y esperarán a que se los lleve la marea. Al fin la luz de la razón les expulsará de aquí, pensábamos. Los ertzainas se quitaron incluso esos pasamontañas que también usan los terroristas, porque de ese modo ellos mismos se hacen la ilusión de que son la "otra" policía vasca. Entonces los nacionalistas del PNV y de EA, haciendo gala de la unidad con IU, empezaron a decir que eso sería un linchamiento moral entre vascos y que no lo iban a consentir, y dieron a entender (sin dar a entender, para eso están las palabras) que eran preferibles una o dos muertes de vez en cuando a que hubiera una desunión entre vascos, y los ertzainas volvieron a ponerse los pasamontañas, lo que en el lenguaje de los macarras viene a significar, más o menos, una triste y vergonzosa claudicación.

De modo que el desánimo volvió a cundir a los pocos días, y los cómplices, en cuanto vieron que nadie había tenido "el coraje" de lincharlos o de expulsarlos de esa tierra, empezaron de nuevo a salir de los escondrijos, más engallados que nunca, y a pavonearse por los mismos bares, por la calle, a todas horas, a amenazar, y los terroristas volvieron a extorsionar, a destrozar las ciudades impunemente, a asesinar y a repetir su frase, también habitual: "Esto es un problema político y se le ha de dar una solución política", y hasta tal punto llevaron a cabo ese programa, durante el proceso contra la Mesa Nacional de HB, que se les vio a todos ellos, habituados a conculcar todos y cada uno de los grandes principios del Derecho Natural, empezando por el de la vida, buscar patéticamente minúsculos artículos legales para burlar la acción de una justicia en la que decían no creer, con tal de no ir a la cárcel, cuando en realidad lo que tendrían que haberse preguntado, si hubiesen sido hombres de honor, habría sido esto: "¿Qué son siete años de cárcel por una buena causa?".

Tras el último asesinato del concejal de Zarautz, en todas partes dieron la noticia de una forma jubilosa: el obispo Setién condenaba el asesinato en un comunicado que leyó con ese tonillo de los sacristanes astutos y taimados, en el que insistía en "el marcado cariz político" de esa muerte, lo que demuestra que ese hombre todavía no ha comprendido, a estas alturas, o que ha comprendido demasiado bien, que un asesinato de esa naturaleza no tiene ningún matiz político, porque la única política y los únicos matices políticos que se admiten en una democracia son la política y los matices democráticos, y todo lo que se salga de eso sale sobrando o entra sencillamente en el Código Penal.

Es posible incluso que el obispo tuviese la razón cuando pedía imaginación para buscar alguna salida a este "conflicto", palabra que como se ve tampoco es manca. Y quizá, sí, haga falta imaginación:, bastaría usar las palabras adecuadas, de lo contrario harán de nosotros unos esquizofrénicos.

Es curioso también. En todo esto hay algo enteramente nuevo, algo que no sale en los libros sobre la historia de los movimientos revolucionarios. Somos muchos, la inmensa mayoría, y sin embargo tenemos la sensación de estar solos. Tenemos incluso la sensación de que los políticos, que deberían ir por delante, van por detrás. Sólo van por delante en las manifestaciones llevando unas pancartas que los terroristas tampoco leen, porque además de sordos son ciegos, y así, sordos y ciegos, ya han fijado una cita con cada uno de nosotros para dentro de unos días, al doblar una esquina o al salir de casa por la mañana o al volver a ella de noche como una sombra más, pues de alguna manera para ellos ya hemos muerto.

Andrés Trapiello es escritor.

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