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Gotas de pesimismo

La ola de optimismo sobre la que flota el Gobierno crece a tal velocidad que puede causar estragos cuando rompa en la costa. No me refiero al recital de autobombo con que su portavoz nos obsequió tras el último Consejo de Ministros del año, lógica traca final del repertorio de fuegos artificiales a que nos tiene acostumbrados. Lo preocupante es el efecto contagio que la reiteración de esta especie de euforia de diseño puede producir en los agentes sociales y en el conjunto de la población.Por el momento no parece que los ciudadanos se hayan enredado excesivamente en el propagandismo del todo va bien, aunque hay opiniones muy dispares: mientras el aumento de las rentas. familiares y las elevadas cotas de ahorro han disparado la confianza en el futuro hasta rozar máximos históricos en la encuesta El Termómetro (Expansión, tercer trimestre 1997), todavía tres de cada cuatro españoles califican de "mala o regular" la situación política y económica, según El Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS, de noviembre de 1997).

El problema es que, en economía, la verdad no suele ser un asunto de opiniones mayoritarias, ni siquiera de sensaciones casi unánimes. Los tigres asiáticos han sido hasta ayer la envidia del mundo y en pocos meses se han convertido en los animales enfermos de la comunidad internacional de los negocios y en un ejemplo más de que los caminos de la libertad no coinciden siempre con los de la productividad. En materia económica sirve de poco ser optimista y es temerario serlo en exceso. Así, el optimismo exagerado del Gobierno le está impidiendo una visión terrenal de la economía española. Los síntomas son alarmantes, pues la autoestima de que hace gala coincide con la falta de agallas para afrontar la solución de serios problemas que, inexorablemente, se van a presentar el día después del euro. Como ha escrito George Steiner, "hay muchos que se creen a sí mismos emancipados cuando lo único que han hecho es desabotonarse la ropa", y a ciertos ministros, no contentos con ocultar los méritos de sus predecesores, se les va tanto la mano que parecen a punto de atribuirse los éxitos económicos de Portugal, Irlanda y otros países candidatos al euro. Mientrastanto, el Gobierno permanece abrazado al corto plazo y con el único objetivo, que no minusvaloro, de pasar por los pelos la prueba del euro en primera convocatoria. Nada de pagar costes políticos por reformas imprescindibles, nada de controlar la euforia para afianzar los progresos: mientras sople a favor el viento de la coyuntura no merece la pena comprobar si los cimientos son escurridizos, queda más tiempo que legislatura hasta la siguiente recesión. "Que este libro sea optimista o pesimista depende de si un siglo es mucho o poco tiempo", empezaban afirmando en su última obra Max Singer y Aaron Wildavsky. Todo se relega a la administración política del tiempo.

En estas circunstancias sientan bien unas pequeñas dosis de pesimismo económico, no para quitar mérito a lo conseguido, sino para evitar que se saque de quicio. Al menos unas gotas de pesimismo, porque mientras los optimistas creen que siempre hay tiempo para reaccionar, en economía aciertan casi siempre los que piensan que no queda tiempo, que es urgente poner manos a la obra. Cierto que el optimista navega siempre a favor de corriente, porque el ciudadano no quiere oír que las cosas son complicadas y menos que la solución requiere de su esfuerzo personal; pero el pesimista sabe que no se atan los perros con longaniza y teme la fuerza adormecedora de la autocomplacencia.

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Así que, adelante los pesimistas. Les exigirán muchas explicaciones, eso seguro, y les acusarán de mil cosas, mejor no dar ideas; pero hacen falta personas capaces de adelantar los peligros que entraña el porvenir, de advertir que no es oro todo lo que reluce, de contrarrestar a quienes parecen ignorar hasta los males del presente. Gente dispuesta a luchar contra el dejarse llevar, contra los camaleones que adaptan siempre sus puntos de vista técnicos a los del poder, contra la pasividad que se infiere de una fe en el mercado mucho más ciega que la del carbonero. Mientras el optimismo desmedido paraliza las reformas y el fatalismo alimenta la resignación, unas miajas de pesimismo son un buen antídoto contra el ensimismamiento económico que empieza a rodearnos.

Motivos para lanzar jarros de agua fría al público nunca han faltado y tampoco ahora hay que hacer muchos equilibrios. Las cuentas públicas tienen parches con postergación del déficit a plazo rijo; el empleo imposible está convirtiendo las aspiraciones de los jóvenes en un lago de gasolina; el consumo ha pasado de no dar la talla a amenazar con desbordarse en pocas semanas; el drástico recorte (22%) de la inversión pública es insostenible a medio plazo sin poner en peligro el crecimiento; los salarlos acabarán reflejando la evolución favorable de los beneficios empresariales; numerosas actividades terciarias continúan al abrigo del mercado y amenazan los objetivos de inflación; las desigualdades sociales están aumentando y la Bolsa es un polvorín ajeno al sentido común. Por todo ello, la tradicional propensión al recalentamiento de la economía española puede manifestarse a corto plazo y, consecuentemente, el peligro de iniciar con paso cambiado el desfile inaugural del euro.

Del sector exterior, por el que se inician las recesiones y recuperaciones de la economía española, no todo son buenas noticias: están aún por ver las consecuencias de la crisis financiera asiática en la economía mundial; el ciclo económico norteamericano está muy adelantado y el crecimiento no inflacionario es cada día más milagroso; la reacción de los mercados cuando se fijen las paridades de incorporación al euro es un misterio que espanta. Hay pues muchas razones para fiarse más del cuento que del cuentista, máxime. en una vida como la económica, donde la volatilidad, las aberraciones que se alimentan a sí mismas y la conductas absurdas están a la orden del día.

Los pesimistas pueden equivocarse, faltaría más, pero, aun así, prestarían un servicio social impagable por utilizar una expresión económicamente herética. Vender dificultades y retos colectivos es hoy una buena palanca para movilizar a este país y culminar su modernización. Al menos, en economía hemos ganado siempre los desafíos más complicados, como las sucesivas aperturas externas y la preparación para competir... cuando no ha quedado otro remedio. Esta tradición será buena o mala, quién lo sabe, pero tiene su lógica y los economistas pesimistas respetan la lógica. Además, les queda el pequeño consuelo de que la gente recela de los colegas que se apartan del sino agorero de esta profesión, especializada en recordar que todo tiene un coste y que es peligroso confiar en los que ofrecen duros a cuatro pesetas. Recuerdo que una prestigiosa revista norteamericana advertía hace tiempo a sus lectores: "¡Cuidado! ¡Los economistas están optimistas!".

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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