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La felicidad de las rebajas

Por la experiencia de vivir en Estados Unidos -o en otro lugar ajeno- se comprenden un gran número de cosas que no tienen nada que ver con Estados Unidos y que se corresponden, en cambio, estrechamente con nuestra identidad. Por ejemplo, el gusto por la solemnidad. Los norteamericanos reducen al mínimo los tiempos mayestáticos, las fiestas campanudas, mientras para nosotros incluso Las Rebajas mantienen la categoría de hermoso acontecimiento estacional.Claro es que en Estados Unidos se celebran también rebajas. Hay tantas rebajas que no es posible distinguir cuándo empiezan o terminan, por qué renacen otras mientras se apagan o empalidecen las primeras, a qué fenómeno habría de atribuirse la nueva tormenta de precios o este ametrallamiento de cupones para el supermercado, el taller, la panadería, el revelado de fotos, el dentista, la suscripción al cable, el internamiento hospitalario o el recibo de AT&T.

La sensación del mercado no es, como aquí, la de una mole que, manteniendo su compostura durante las temporadas, cae en genuflexión y declina los precios cuando alcanza el tramo final. Un tramo final donde parece que el consumidor pueda correr entonces más libre, saltar obstáculos súbitamente achicados y adquirir más cantidad de materia por el mismo esfuerzo, tal como si algo parecido a una anestesia hubiera rociado la resistencia muscular de los tenderos. El episodio de rebajas tiende a producir, como lo crean las festividades, un remedo de paraíso o patio de recreo donde el público entra, sale, prueba aquello y se complace. Las Rebajas actúan así a la manera de un suceso estacional que además de venir a ablandar las tarifas favorece, como en los acontecimientos extraordinarios, la ocasión para pasar de la simple realidad, tasada y terminante, a una mágica hiperrealidad donde nos ofrecen dos por el precio de uno.

Los norteamericanos también creen, y mucho, en los milagros, pero menos inclinados a lo solemne no tienden a enmarcarlos en un tiempo exento, ni a distanciarlos demasiado del deseo mercantil. Semana tras semana, todos los días, aquellos consumidores tienen la ocasión de comprar más por menos en una constelación de oportunidades que superan a otras oportunidades para abrir el camino a más oportunidades que presionan por atrás. Con eso, su tierra de promisión parece reafirmarse mucho aunque pierdan, con sus ."ocasiones" sin fin, la apertura del mundo de Las Rebajas que se ha inaugurado aquí.

Abastecerse de lo necesario para el uso es sólo la parte primitiva de la compra. Desde los años veinte, y empezando por los americanos, la sociedad fue instruida para comprar lo que hasta entonces era incomprable. Para comprar, no ya artículos de uso como hasta ese momento, sino bienes, sobre todo, de cambio; no sólo objetos sino signos; no sólo enseres materiales, sino, además, delirios. Con ello la fantasía de la felicidad y los anhelos por alcanzar lo imposible, incluida la perfección personal, aumentaron la excitación de comprar.

Terapéutico, fantasioso, vicioso, productivo, enajenante, el consumismo es ya una subcivilización inseparable de la civilización. Una subcivilización con sus ejércitos, sus armas, sus enemigos, sus víctimas, sus plagas. Y sus ataques. Ataques de euforia cíclica, como suelen ser los consumos de Navidad, y ataques salteados de histeria, como son ahora Las Rebajas. A una fiesta sucede el proyecto de otra fiesta y a una ficción de felicidad otra inmediata de recambio. Hay pueblos que lo prefieren todo junto, como en los autoservicios de plato único, mientras aquí todavía se distingue, entre la cadencia del tiempo, el paso del año, sus cimas, sus cuestas, sus bajadas.

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