Documentar el desasosiego
Nada hay de normal detrás de este título falsamente cotidiano, anodinamente descriptivo de la vida de una pareja cualquiera de un lugar cualquiera de EE UU. Inspirada en sucesos reales -hay en McNaughton una vena de inquisidor lector de periódicos, una suerte de versión actualizada de guionista de la Warner Bros en los treinta-, Normal life es una trabajosa, terrible peripecia de policía enamorado de una auténtica yonqui de la aventura, una mujer en perenne pelea contra unos fantasmas personales que no sólo no la dejan en paz, sino que precipitan la caída inexorable de todo lo que la rodea.Tiene el filme un problema, aunque bien es cierto que sólo es aparente: exige del espectador suficiente paciencia, primero, para familiarizarse con un actor a priori tan poco apto- para el papel del poli protagonista como Luke Perry, el inefable héroe adolescente de la televisiva Sensación de vivir que, no obstante, pronto se revela un acierto. Como Will Smith, conocido también por sus tontas andanzas televisivas, pero revelado en un filme excepcional, Seis grados de separación, Perry demuestra tener una pasta insólitamente densa, un oficio por encima de las contingencias del mercado y la competitividad desaforada que asolan al universo audiovisual estadounidense.
Normal life
Dirección: John McNaughton. Guión:Peg Haller y Bob Schneider. Fotografía: Jean Desegonzac. Música: Robert McNaugliton y Ken Hale. EE UU, 1997. Intérpretes: Luke Perry, Ashley Judd, Bruce Young, Jim True, Dawn Maxey, Penelope Milford. Estreno en Madrid: cine Ideal, en versión original subtitulada.
Personajes incómodos
Y dos, paciencia igualmente para familiarizarse y comprender a unos personajes realmente incómodos, desasosegantes, de esos a los que de buena gana propinaríamos una buena dosis de bofetadas. La amarga histeria de Pam (espléndida Ashely Judd, el mejor descubrimiento de Heat) le hace alguien distante, penosamente ajena. Pero cuando el espectador se da cuenta de cuál es la estrategia que persigue McNaughton, entonces las piezas del puzzle que hasta entonces parece la película adquieren toda su dimensión.Porque lo que se propone documentar el cineasta, con el rigor y la escasa piedad que Ya demostrara en su obra maestra, Henry, retrato de un asesino, no es otra cosa que el revés del sueño americano, el lado oscuro, la poderosa insatisfacción que atenaza a seres tan anónimos como una trabajadora fabril y un policía de mala muerte.
Así, en primera instancia, el filme se puede ver como la pasión y agonía de dos inadaptados, de dos desclasados que no conocen las normas de juego que emplean todos a su alrededor y que se dan a una forma particularmente liberadora de sus compulsiones como es la violencia de los atracos a bancos.
Pero hay otra forma de ver el filme que es, sospecho, la que verdaderamente interesa a McNaughton: como una violenta, terminal historia de amor apasionado, enloquecido y sin rumbo, en cuya consumación encuentran los personajes algo cercano a una autoinmolación liberadora.
Vista así, la película gana muchos enteros, hasta constituirse en una desoladora reflexión sobre los mecanismos del deseo, sobre la pasión destructora y total. McNaughton se vuelca en esta descripción operando una curiosa transformación de su mirada, que pasa de la glacial, behaviorista muestra de un caso clínico, a la comprensión del final, un punado de planos de eficaz, serena clausura entre los que se desliza incluso el detalle poético del último plano. Un plano revelador, en todo caso, de la capacidad del creador de sentirse solidario con la suerte de sus criaturas, un rasgo de humanidad a que el cine americano nos tiene francamente muy poco acostumbrados.
Babelia
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