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Reportaje:

En la Navidad de hace 20 años falleció Chaplin

Se anuncia la próxima edición de un CD-ROM que incorpora su vida y su obra a la informática

El 25 de diciembre de 1977, Navidad de hace dos décadas, mientras dormía en el último apeadero -su manoir de Vevey, Suiza, junto al lago Leman- de sus 88 años de vagabundeo y exilio, murió Charles Spencer Chaplin, conocido en todos los rincones del planeta por el amistoso mote francés de Charlot. Su rica, agitada, tormentosa vida y su asombrosa obra son más que un capítulo esencial de la imaginación moderna, porque entrelazadas una y otra componen un signo sin el que no se entiende la identidad del siglo XX. Sus aportaciones a la historia del cine son gigantescas y se multiplican cuanto más nos alejamos en el tiempo de ellas. Hoy, en el persistente vacío de poesía y verdad que padecen las pantallas, sus películas se hacen cada día más cine futuro, celuloide milagrosamente incombustible. Llegan muchos ecos de esta vigésima conmemoración de su muerte, punto de otra cíclica recuperación, ésta en CD-ROM, tanto de sus películas fundacionales como clásicas, lo que no ocurre con su personaje, que es la imagen más conocida que existe y signo inmutable del lenguaje del cine.

Era Chaplin hijo de un actor inglés de origen judío, que abandonó a sus hijos, nacidos en un mísero barrio de Londres, y su mujer -una actriz telonera en los escenarios finiseculares del music hall de la capital británica- alcohólica y herida por la amenaza de la demencia, que la invadió cuando su hijo Charlie tenía 6 años. Fue el propio Chaplin niño quien condujo a su madre loca a un manicomio.El precoz chiquillo, nacido en 1889, se ganaba la vida cantando y haciendo garabatos con su asombrosa gestualidad en las aceras del sombrío Londres posdickensiano, que más tarde inmortalizó al visualizarlo. El niño sustituyó a su madre demente en el teatro donde ella actuaba y allí comenzó a forjarse, desde el fondo del infortunio, una carrera interpretativa de comicidad tan arrolladora que le condujo, en la segunda década del siglo, cuando tenía 25 años, a la cumbre del star system de Hollywood.

Este asombroso ascenso desde un infierno íntimo, que marcó toda su vida, le cogió a Chaplin desprevenido, sin preparación mental para soportar el vértigo que causó en él. Había llegado en Estados Unidos enrolado en la troupe cómica londinense de Fred Karno y su talento fue detectado por el sagaz productor Mack Sennett, jefe de la Keystone, que se lo llevó a Chicago y luego a California y lo puso a trabajar a destajo en películas dirigidas por él y más tarde por el propio Chaplin. Cuando -después de un encierro de dos años ininterrumpidos en los estudios, en el que rodó una película tras otra en un trance de fertilidad febril- viajó por fin de vacaciones, encontró ante el hotel de Chicago donde iba a hospedarse una ingente multitud que aguardaba desde hacía horas su presencia y que estalló en una marea de histeria colectiva al descubrirle. La violencia del tránsito desde la miseria absoluta a esta compulsiva respuesta a su repentina celebridad aterró tanto a Chaplin que cuentan testigos del suceso que se desmayó entre náuseas.

La sal de la tierra

El largo resto de su vida se confunde con la leyenda y no es fácil descubrir dónde acaba una y comienza otra. Charlot el vagabundo es una portentosa figura de perfiles, hoy como ayer, tan nítidos que ahí siguen, intactos, fijados como signo del cine como creación de libertad en tiempos de muerte de ésta.En esa figura se funden otras muchas: la del judío errante, la del pícaro enamoradizo, la del bandido generoso, la del apátrida sintimental, la del golfo enamorado, la del mendigo dandy, la del artista de la supervivencia, la del exiliado perpetuo y otras cristalizaciones de la metáfora bíblica de la sal de la tierra, es decir: la revulsiva, irresistible y confortadora gracia de esa casta de individuos que, expulsados de la colectividad porque no saben ceder a ésta un milímetro del territorio de su independencia, convierten su soledad en su pueblo.

Desde 1914, fecha de sus primeros filmes cortos, a sus largometrajes de la plenitud, Chaplin logró hacer coincidir dos formas antípodas de la elaboración de cine: la de una exquisita y férrea autoexigencia artística y la que crea imágenes de pleno alcance para cualquier estadio de la conciencia y la sensibilidad del espectador. Su obra unió, en efecto, en una misma carcajada y una misma lágrima al hombre refinado y culto y al hombre tosco y analfabeto o al anciano y al muchacho. Hoy, cuando el cine se hiperespecializa y hace prototipos de películas para consumo de unos o de otros grupos de espectadores, este rasgo de cine que iguala con un mismo rasero a todas las miradas, haya lo que haya detrás de ellas, tiene algo de escándalo revulsivo, lo que es fuente de su sorprendente modernidad.

Entre 1914 y 1923 interpretó, escribió, musicalizó, supervisó la fotografía, dirigió y produjo nada menos que 69 filmes que le convierten, ahora que, la palabra está erosionada por su inadecuado y excesivo uso, en el supremo, tal vez el único, autor de cine que existe. En los años treinta, este rasgo de autoría total se acentuó, al añadir a su autoría -con los precedentes de El peregrino, Vida de perro, El chico, Luces de la ciudad y La calle de la tranquilidad- la condición de temible agitador social y político con los mazazos de Tiempos modernos, El gran dictador y Monsieur Vordoux, que convirtieron a la estrella de Hollywood por excelencia en un hombre a abatir por el rencor de todos los fascismos, desde HitIer a McCarthy, que finalmente acabó exiliándole de Estados Unidos y haciéndole ejercer en la vida su exaltación poética del apátrida, que impregnó a sus grandes obras libertarlas. Esto precipitó que Chaplin -rodeado por sus hijos, nietos y su última esposa, Oona, hija del gran dramaturgo estadounidense Eugene O'Neil- se encerrara en su casona suiza de Vevey, donde murió la Navidad de hace 20 años.

La riquísima, incomparable, gozosa y dolorosa vida de Charles Chaplin sé apretó, en el año 1952, detrás de las imágenes, bellísimas e insondables, de su película testamentaria Candilejas. Hizo otros dos largometrajes posteriormente, Un rey en Nueva York y Una duquesa de Hong Kong, de 1956 y 1966, respectivamente, pero fueron sólo dos hermosos y libérrimos trabajos de descanso. Es Candilejas su gran película final, la que logró la entera fusión en un solo gesto de la carcajada, y la lágrima y la que contiene, en la terrible imagen del camerino donde Charles Chaplin y Buster Keaton, los dos príncipes de la comedia fundacional de Hollywood, se van despojando de los acicalamientos de sus caretas de cómicos geniales y quedan reducidos a máscaras trágicas.

Late la tragedia en toda la vida y la obra chapliniana y hasta muerto la ejerció, cuando alguien interrumpió su descanso en los dominios de Vevey donde fue exhumado su cadáver y lo desenterraron y secuestraron, nadie sabe a ciencia cierta por qué ni por quién o quiénes. Ni en la tumba dejaron en paz al hombre que más alegría aportó a la vida de la gente común de este tiempo.

Durante algún tiempo, tal vez por rechazo del abrumador peso del cincasta en la historia del cine, se produjo en capillas del cinefilismo esnob una corriente de antichaplinisino, que pretendía reducir su obra a la de un divertidor de teatro metido a cineasta, arte en el que fue considerado por esta miopía un profesional solvente, pero menor. Ya nadie sostiene esta impostura de vanguardismo de pacotilla y la complejidad de su talento encuentra réplica en la complejidad de su oficio de cineasta, en el que fue y sigue siendo monarca.

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