Buridán
Al asno de Buridán, que en determinado momento sentía exactamente la misma necesidad de comer y de beber, se le colocó hierba y agua a una distancia medida. En su cerebro las pulsiones de hambre y de sed le neutralizaron de tal forma que el asno quedó paralizado a mitad de camino entre el pesebre y el abrevadero. Si ambas tentaciones no hubieran roto el equilibrio, el animal habría quedado inmóvil hasta la muerte. Esta parálisis del asno de Buridán la he visto reproducida a menudo en muchos ejemplares humanos. Cuando los pasajeros desembarcan de un avión, se puede observar que muchos ejecutivos, al llegar a la sala del aeropuerto, de pronto quedan rígidos y estáticos sin poder caminar. Las ansias de fumar y de hablar por teléfono con el móvil efectúan a la vez una descarga similar en su cerebro, y ellos no pueden elegir entre el aparato y el paquete de tabaco. Esta indecisión del asno de Buridán no sólo se aplica a las reacciones mecánicas de los cuerpos humanos. También atañe a las potencias del alma, hasta el punto de que los siete pecados capitales, perfectamente combinados, no sólo se anulan, sino que a veces generan una virtud. Muchos rufianes no saben escoger entre la ira y la pereza: tienen que acuchillar a alguien, pero de repente son atacados por la desgana y deciden pasar la tarde echando migas a las palomas en el parque. Innumerables parejas experimentan al mismo tiempo la necesidad de estrangularse y la de degustar juntos un buen cocido. En este caso, el odio y la gula llegan a una síntesis y todo queda reducido a devorar ese plato con el tedio consabido, cuya manifestación es ese silencio de familia que puede durar toda la vida hasta transformarse en una buena amistad. Si el asno de Buridán fuera llevado del ronzal al Parlamento, muchas veces quedaría paralizado y estupefacto sobre una alfombra de la Real Fábrica entre dos estupideces exactas pronunciadas por diputados de distintos bandos. Por lo que a mí respecta, ahora mismo no sé si suicidarme o tomarme un helado.
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