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Asomatognosia

Siempre hay que estar a favor de quien desempeña la cartera de Educación y Cultura. La han tenido en sus manos grandes administradores, un excelente intelectual, alguna señorita insulsa y un loco furioso, pero, al margen de virtudes y defectos, siempre padece carencia de medios y una letal sobreexposición mediática, factores que inducen a la más cordial benevolencia. A veces se acierta y en otras se yerra. En el haber reciente del Ministerio actual cuenta el modo de la recuperación de los diarios de Azaña y en el debe ese último nombramiento de patronos del Reina Sofía que debiera ruborizar al más atezado de los adictos.Pero a los peligros que a ese Ministerio le rondan hay que sumar uno muy reciente: el de la asomatognosia. Me apresuro a explicarlo antes de que alguien se ofenda. Al parecer, tan curioso nombre se emplea para designar una enfermedad consistente en que quien la padece ignora la ubicación de su cuerpo en el cosmos. De ella y de su vigencia en la política española habló por vez primera López Rodó en una entrevista publicada por Salvador Panikker hace treinta años.

La gravedad de lo que ha sucedido con el decreto de Humanidades no reside en que sea la primera derrota del Gobierno y en la adicción a repetirla en otras cuestiones que de forma inevitable va a provocar. Tampoco se encuentra en que por vez primera prácticamente todo lo que cuenta en el mundo intelectual y político de Barcelona se haya alineado contra lo decidido en Madrid. Ni siquiera -con ser eso también inédito- que varias Comunidades se alíen contra el Gobierno central. Consiste en la asomatognosia que denota.

Se padece la asomatognosia cuando uno ignora la situación parlamentaria en que sobrevive. Los Gobiernos sin mayoría propia deben saber que cada día hay que pactar doce cosas, tragarse seis sapos y dejarse perdonar la vida cinco veces. Otro síndrome de la enfermedad consiste en olvidar la importancia que la Historia tiene para los nacionalistas. Lea la ministra de Cultura el último libro de Pujol, publicado este año: al presidente se le puede tocar una competencia, pero no a Jaume I. Un tercer síntoma se aprecia en aquellos casos en que se elabora con considerable reserva una disposición en última instancia no tan trascendente y se presenta como una heroicidad salvífica. Los marginados, entonces, se sublevan, por cuestión de principio, contra lo que piensan que está elaborado a sus espaldas y contra ellos.

Pero la mayor gravedad en la enfermedad de la asomatognosia radica en la inducción desde el exterior. El Ministerio se ha creído seriamente que tiene tras de sí a muchos intelectuales que han expresado su angustia por el olvido de las Humanidades, en especial las relativas a España. Pero no es así: ninguno de ellos va a apoyar en adelante la postura ministerial y, al mismo tiempo, nadie va a discrepar del fondo de razón que tienen. Lo más extravagante de la asomatognosia ministerial han sido los inductores directos de su desvarío. Ya es peregrino subarrendar a una entidad privada la solución de un problema de tanta gravedad. Más grotesco resulta pensar que, con hacer caso a ese género de intelectual de plastilina dispuesto a adaptarse a cualquier situación política, se van a lograr éxitos deslumbrantes a bajo coste. Ortega -y ésta parece la cita más oportuna en este momento- aseguró que allí donde se presentaba una extravagancia como un cuchillo sin mango y sin hoja detrás había un intelectual de tercera. Cualquier persona de cierta identidad habría dicho que el inevitable resultado de este asunto iba a ser el que en efecto se ha producido. Menos previsible era el estrépito. Habría bastado que el Ministerio hibernara o incluso dejara de mencionar su decreto para que se encauzara de forma pacífica toda la cuestión.

Lo votado en el Congreso es la sensatez en estado puro y desafiarlo supone jugar a la ruleta rusa. La asomatognosia, aunque contagiosa -Aznar ya ha mostrado algún síntoma- no es enfermedad grave. Se combate con píldoras. Como, por ejemplo, la siguiente, que le ofrezco gratis a Esperanza Aguirre: "En política, la habilidad, la amabilidad y la seducción son armas más efectivas que la audacia y la elocuencia" (Cambó, por supuesto).

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