Desigualdad y estancamiento
Para un buen número de economistas la intervención del sector público se debe circunscribir a la corrección de los llamados fallos del mercado (externalidades, rendimientos crecientes, asimetría en la información... ). Entienden que la intervención del Estado para reducir las desigualdades de renta es más una exigencia ética de la sociedad que una búsqueda de la eficiencia del sistema económico. Dicho conjunto de economistas tienden a subestimar los efectos positivos que sobre la productividad de la economía tiene que los trabajadores estén suficientemente estimulados, desde el punto de vista de su sueldo y de la calidad de su empleo; o las repercusiones sobré la inversión y el crecimiento de una mayor estabilidad social y una mayor formación del capital humano; o la necesidad de una amplia base social con elevada capacidad de consumo para el progreso de la industria.El funcionamiento de los países industrializados durante el último siglo ha favorecido la reducción de las desigualdades. Ello ha posibilitado los consumos masivos con los que se ha podido realizar una transformación tecnológica importante de las empresas y una mayor dimensión y mejor organización del trabajo en las mismas, con mayor productividad y reducción a la mitad de la jornada de trabajo junto a un incremento sustancial de la renta real, multiplicada por 10.
El pensamiento hegemónico de estos últimos 20 años, no sólo asigna un papel secundario a los aspectos distributivos de la renta y la riqueza cuando se estudia su crecimiento sino que, como en la práctica no existe una política redistributiva neutral sobre la eficiencia del sistema económico, acaba afirmando la existencia de un dilema entre justicia social y maximización de la tasa de crecimiento de la economía. Un sistema impositivo proporcional, no digamos uno progresivo, afectaría negativamente a las posibilidades de inversión de las rentas más altas. Ello nos llevaría a la conclusión de que en realidad sólo redistribuciones del tipo, "impuestos a los de ojos azules para redistribuirlos a los de ojos castaños", serían neutrales desde el punto de vista de la generación de la riqueza. Por tanto, concluyen que para que cercer es deseable un nivel de desigualdad social, con "la esperanza" de que algún día, cuando las medidas ortodoxas hayan dado sus frutos, se podrán repartir los beneficios.
Sin embargo, el crecimiento de la desigualdad, y también de la pobreza, en estos últimos 15 años en la mayoría de países industrializados, como consecuencia de la búsqueda desesperada del equilibrio presupuestario sin utilizar criterios de racionalidad económica, es decir, sin reparar en los recortes del gasto público que tiene una importante rentabilidad social y económica, caso de las infraestructuras, la educación y los gastos sociales; de la reducción de la inflación, únicamente a través de una rigurosa política monetaria, como si se tratara de matar moscas a cañonazos", de la disminución de la progresividad fiscal y de la flexibilización del mercado de trabajo, no ha implicado un crecimiento significativo del PIB per cápita, que en la década de los ochenta apenas ha sobrepasado el 1,5% para el conjunto de países industrializados, o una reducción sustancial del desempleo, ya que la tasa del empleo para el mismo periodo de tiempo y para los mismos países no alcanzó el 1%.
Empero, en el nuevo contexto económico la sostenibilidad de un cierto nivel de bienestar para todos los ciudadanos sólo es compatible con un importante nivel de eficiencia. Sin embargo, el crecimiento que se fundamenta únicamente en la eficiencia, como preconiza la embestida neoliberal, puede limitar las potencialidades del sistema económico, los incrementos de la productividad, y el crecimiento del bienestar.
Por tanto, hay que bucear en una economía pública que realice una permanente evaluación y reestructuración de las decisiones de carácter público con criterios de racionalidad, que ponga coto a las conductas mezquinas de búsqueda de rentas y que tenga como objetivo el incremento de la productividad, la creación de empleo y no dé una importancia secundaria a la distribución de la renta. La pregunta que hay que hacerse es si el Gobierno está haciendo algo por este modelo de crecimiento económico, si está decidido a realizar las reformas estructurales que permitirían una racionalización del gasto, una mejora de la competencia, una reducción del desempleo y una disminución de las diferencias sociales. Me temo que está haciendo más bien poco, aun cuando la fase alcista del ciclo económico que le ha caído en suerte oculte por un tiempo su inoperancia.
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