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La moda oriental

En Madison Avenue de Nueva York, a la altura de la calle 61, dos ricos comercios, uno de Oriente y otro de Occidente, enfrentan sus escaparates desde hace poco. A la derecha de la avenida se encuentra Barneys, uno de los almacenes más selectos, caros y exclusivos de la nación. A la derecha, recién inaugurado, ha aparecido Shangay Tang, propiedad de un acaudalado dandi de China que ya en Hong Kong hizo furor con la explotación, en buenos tejidos, de los vestidos Mao y los cortes que evocan el atuendo de las emperatrices. "Made in China" es el emblema con el que se promueven estas prendas elegantes que anuncia la actriz Gong Li y se venden a los precios de Gianni Versace o de Donna Karan.Oriente frente a Occidente. Frente a la arrogancia de la colonización occidental, norteamericana y europea, los chinos oponen el orgullo de su civilización de 3.000 años, ensoberbecida ahora por el enorme crecimiento económico de las últimas décadas.

Con este cara a cara de las dos culturas, los libros y reportajes en boga no dejan de insistir bien sobre la posibilidad de un enfrentamiento (Samuel Huntington, El choque de las civilizaciones, Paidós, 1997) o bien sobre la posibilidad de un pacífico intercambio moral y formal (Frangois Jullien, Fundar la moral, Taurus, 1997) que revitalizaría ambas culturas. La moda, cara a cara, en Madison Avenue sería una benévola representación de las dos posturas. ¿Pero es realmente así? ¿Hay una equivalencia entre ambos polos?

El último número de Newsweek dedica un informe especial al cruce entre una civilización y otra, a la mixtura en las músicas, la fusión de religiones, la fraternidad entre las artes de una y otra parte del planeta. La apreciación de Newsweek es respetuosa con lo que llega y optimista sobre un porvenir donde la mezcla sea en condiciones similares. Demasiado optimista; la realidad dista de parecerse a un trueque equilibrado, y más bien lo que está sucediendo no sólo en la moda, sino en los valores y las formas de vida, es el triunfo de la occidentalización sin compensaciones.

Mientras occidente despliega en Cantón, en Shenzhen o en Shanghai sus productos sin traducirlos a la cultura china, los chinos, sea para ganar un premio en Cannes o en Venezia, sea para promocionar un conjunto musical o para acreditar un restaurante, deben occidentalizar sus signos y sus contenidos. O incluso más: deben poner en manos de los managers occidentales aquello que desean introducir mejor. Recientemente, Malcom McLaren, que promovió a los Sex Pistols, es el creador del conjunto Jungk, una banda formada por mujeres, al estilo de las Spice Girls, con un toque de kung fu. Parecida receta, con salpicadura oriental, es la que sirve al saxo Fred Ho para triunfar mezclando jazz con melodías de ópera china, o a Galiano y Muggler para arreglar a la alta sociedad de Occidente los estilos orientales.

Contra la idea de que el mundo se desliza hacia una promiscuidad de estilos y creencias, lo más seguro es que Occidente, mediante unos u otros disfraces, esté haciendo el planeta a su semejanza. Cierto que en cada territorio permanecen usos, creencias y folklores que se siguen respetando, pero son irrelevantes en el mercado internacional del valor. Cierto que la cultura occidental se salpica de detalles exóticos, pero no pasa de ser un juego de moda. En la ciencia, en la economía, en los ídolos del deporte, en las estrellas del cine o de la televisión la primacía es occidental; primordialmente norteamericano y cada vez más. Preocupados por esta recolonización, los chinos han reaccionado en los últimos años con una oleada nacionalista impulsada desde el poder. Confucio, antes aniquilado por Mao, ha recuperado un estatuto de gran Dios oficial, pero la calle mira menos hacia ese punto que hacia los escaparates de Madison Avenue: unas veces con resentimiento, otras con complejo, otras con precauciones morales, pero, finalmente, aceptándolo como una seducción fatal.

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