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Tribuna
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Calentamiento global, sustentabilidad y desarrollo

La cumbre que sobre el calentamiento global se está celebrando estos días en la ciudad japonesa de Kioto tiene ante sí un difícil reto: lograr una reducción consensuada y efectiva de las emisiones globales de CO2 a la atmósfera. Son conocidas las dificultades que países como Estados Unidos, el principal contaminador mundial en este terreno, están poniendo para lograr el acuerdo, intentando preservar un modelo de funcionamiento económico difícilmente sostenible. No es éste el tema del que quiero ocuparme.En el otro extremo del espectro, sin embargo, se hallan aquellos países subdesarrollados que experimentan elevadas tasas de crecimiento económico (China, Brasil, México), o que esperan poder hacerlo en un futuro no muy lejano, y que también muestran su oposición a este tipo de acuerdos, tal y como se les están proponiendo.

El motivo, en este segundo caso, es bien distinto: los objetivos de reducción propuestos, así como los medios sugeridos para conseguirlos (impuestos, ecotasas, acuerdos voluntarios), no toman en cuenta suficientemente la responsabilidad, presente e histórica, en la génesis del problema.

Como se ha repetido hasta la saciedad, no todos los habitantes del planeta contribuyen o han contribuido en la misma medida a que este problema se haya planteado. Para estos países, una reducción del ritmo previsto de sus emisiones de CO2 puede representar un encarecimiento de su modelo de producción, y un freno a sus posibilidades de crecimiento.

No es fácil conjugar las legítimas aspiraciones al desarrollo económico de los países más desfavorecidos, con la sustentabilidad global del modelo: la presente cumbre está indicando, precisamente, algunas de estas incompatibilidades. Sin embargo, un poco de imaginación, y un compromiso más sincero por parte de los países adelantados con respecto a las lacras de la pobreza y el subdesarrollo, permitirían encontrar soluciones al problema del calentamiento global que, al mismo tiempo, situaran a los países subdesarrollados en una mejor posición para encarar el futuro. En este sentido, podrían hacerse varias cosas:

En primer lugar, valorar los servicios ambientales de determinados recursos naturales. En efecto, una catástrofe natural reciente provocada parcialmente por actividades económicas incontroladas [el incendio de enormes masas boscosas en Indonesia, causado por la quema de maleza por las compañías madereras] ha puesto de manifiesto no sólo cómo un problema muy serio puede verse sustancialmente agravado, sino el papel de estos recursos naturales como depósitos de carbono. Este hecho pone de relieve, por tanto, que una gestión adecuada de los mismos tendría que tomar en cuenta que su no preservación liberaría este carbono a la atmósfera, y decidir su utilización y explotación económica en consecuencia. La evidencia empírica (Constanza et al, Nature, 387: 253-260) muestra que este valor, junto con el de las funciones ecológicas que le acompañan, es superior al que dicho recurso obtendría en la mayoría de sus utilizaciones alternativas: si una hectárea de bosque tropical puede generar un rendimiento positivo como fuente de madera, por ejemplo, el valor marginal de las funciones que cumple como depósito de carbono, controlando la erosión del suelo, o manteniendo el ciclo de nutrientes, es incomparablemente superior. Lo económicamente sensato sería por tanto, en muchos casos, dejar el bosque como está.

El problema es que nadie paga por estos otros servicios, mientras que las compañías madereras sí lo hacen.

Si el resto del mundo retribuyera a los países que conservan sus bosques naturales, a través de la Global Environmental Facility, por ejemplo, el valor de un servicio que beneficia a todos, no sólo se frenaría la gravísima tendencia actual a la deforestación, sino que incluso podría invertirse. Algunos países adelantados están descubriendo que, en lugar de reestructurar el sector del transporte o el sector industrial, resulta más económico cumplir con los objetivos globales de reducción de las emisiones netas de CO2, reforestando tierras marginales, que de esta forma secuestran parte del carbono atmosférico mientras el árbol crece, y financiando una utilización posterior de la madera que no devuelva el carbono a la atmósfera. De la misma forma, podría pagarse a los países atrasados para que hicieran lo propio (siempre teniendo en cuenta el valor ecológico alternativo de las tierras que se pretende reforestar, para elegirlas adecuadamente), con la ventaja añadida que la reforestación controlada podría tener sobre el nivel de vida de la población local. Estudios realizados en Canadá, por ejemplo, muestran que reducir en una tonelada la cantidad de carbono en la atmósfera a través de estas medidas, sin contar con los otros beneficios de la reforestación, ya resulta en muchos casos económicamente atractivo (van Kooten et al, American Journal of Agricultural Economics, 77: 365-374). La lógica que lleva a plantear la necesidad de dedicar los recursos naturales al cumplimiento de aquellas funciones que suponen un mayor bienestar global, y remunerar a sus gestores en consecuencia, invitaría asimismo a considerar como depósitos de carbono los yacimientos de combustibles fósiles, calcular lo que costaría reducir de cualquier otra forma la cantidad que se liberará a través de su utilización, una vez extraídos, y pagar a los países poseedores de estos yacimientos en consecuencia, por el petróleo o el carbón que no extraigan.

En otro orden de cosas, y una vez establecida la cantidad de CO2 que puede recibir anualmente la atmósfera sin poner en peligro el futuro, habrá que decidir cómo se reparten estos "derechos" a emitirlo. Hacerlo en función de las emisiones actuales no tendría sentido: favorecería precisamente a quienes han generado el problema. Hacerlo en función de la población, como parece sugerir el principio de que todo habitante del planeta debería tener el mismo derecho a utilizar la atmósfera como depósito para sus residuos, dentro de los límites ecológicamente aceptables, choca con el hecho de que no sólo se verían perjudicados los países adelantados, sino también algunos países emergentes, que tienen unas previsiones de crecimiento incompatibles con las reducciones a las que se verían forzados. Una alternativa que no chocaría con este problema sería la de permitir a los países no miembros de la OCDE un crecimiento de sus emisiones de CO2 igual al provisto, y concentrar las reducciones necesarias para alcanzar el equilibrio entre los miembros de la OCDE. Si, adicionalmente, se permitiera el establecimiento de un mercado en el que se pudieran intercambiar estos "derechos de emisión", todos los países tendrían algo que ganar. Los subdesarrollados, porque podrían vender estos derechos a los más avanzados, a un precio no desdeñable. Los países emergentes, que prácticamente están ya utilizando todo el montante de sus derechos potenciales, porque al no haber explotado todavía todas las posibilidades de reducción de sus emisiones, podrían hacerlo a un coste menor que lo que obtendrían por la venta de los permisos. Finalmente, los países de la OCDE, que como grupo son los principales responsables históricos y actuales de la aparición del problema, porque esta forma de solucionarlo resultaría para ellos menos costosa que hacer lo mismo (es decir, implantar reducciones unilaterales y dejar que los demás sigan con sus planes), pero sin la ayuda de un mercado global en el que poder comprar estos "derechos de emisión": su precio se dispararía (Larsen y Shah, Oxford Economic Papers, 46: 841-856).

Los países reunidos en Kioto, en definitiva, tienen ante sí una difícil tarea. Por un lado, hay que modificar un rumbo que, simplemente, no es sostenible. Por otro, sin embargo, no pueden obviar las aspiraciones al crecimiento de un grupo de países a los que no se puede exigir un sacrificio colectivo para resolver un problema que ellos no han contribuido a crear, pero que sin su colaboración no puede resolverse. La salida no es fácil, pero no pasa desde luego por seguir haciendo lo mismo. En este sentido, quizá sea más sensato, en primer lugar, reconocer sin ambigüedades lo que algunos países han hecho por todos nosotros, preservando sus recursos naturales, y remunerarles por ello para que lo sigan haciendo: de otra forma, bien pudiera ser que la factura que al final tengamos que pagar todos sea mucho mayor. En segundo lugar, tratar de hacer las cosas de otro modo, repartiendo los derechos a contaminar de forma que quienes no los utilicen se vean recompensados, a través de su venta, y carguen el coste del ajuste sobre quienes crean el problema.

Las soluciones pues, con un poco de imaginación y buena voluntad, están ahí. Desgraciadamente, y a tenor del grado de compromiso que los países adelantados están mostrando con la equidad y con el desarrollo de los más desfavorecidos, por no mencionar la voluntad real de algunos de ellos a la hora de contribuir a la resolución del problema del cambio climático, probablemente queden donde están: en el papel.

Diego Azqueta Oyarzun es catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad de Alcalá.

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