Ver y no ver 'Laura'
Hace unas madrugadas coincidí en el vestíbulo de unas multisalas madrileñas con un joven colega de cuelgue de las pantallas que aguardaba turno para tragarse crudo el sapo de El quinto elemento, uno de esos lujosos y burdos ejercicios de cinebasura que atiborran los cines de ahora y que pertenecen a la misma ralea que los programas televisivos que todos (incluidos quienes los siguen) dan por bien llamados cuando los llaman telebasura, aunque (o por eso mismo) se llevan los grandes mordiscos de la tarta del tedio con que se amasan los oscuros números de las audiencias caseras.Nada nuevo: en el consumo de cine (como en el de televisión), lo vulgar y lo tosco, variantes de esa materia (es un decir) estética tan activa, descompuesta y perecedera que llamamos una mierda -o,en la iracunda jerga de los cinéfilos de antaño, una hollypollez-, fue siempre una mina de oro, y de ella proviene el versallesco salivazo del "¡Eso es demasiado fino para que dé pasta!", que sigue siendo el regate dialéctico ritual de quienes se niegan a poner cimientos a una película arriesgada o compleja o noble, dicho en la esquina de un bote pronto en la lengua de esos malos fabricantes de cine que lo único que piden de él es ganancia pronta seguida de su conversión en alimento de la capacidad de la gente para olvidar las ofensas a su inteligencia.
Aconsejé al colega -porque sé que, si hubiera estado allí, habría participado hasta la ronquera en el abucheo que se ganó ante los tres mil periodistas cinematográficos procedentes de las cuatro esquinas del mundo que asistimos a su estreno mundial en Cannes- que diera esquinazo al elemento franco-californiano y, si no la había visto, que entrase en otra sala a respirar cine a pleno pulmón con Laura, una película hecha hace medio siglo que desde el instante en que nació comenzó a abrir caminos al cine futuro, y en ello sigue. "Ya la he visto", se excusó. Le pregunté dónde. "Hace un par de años. En la televisión". Me debió considerar un purista trasnochado cuando me oyó replicar: "Entonces no la has visto". No entró al trapo y se calló. Pero dos días después encontré en el contestador de mi teléfono este lacónico mensaje: "Anoche fui a Laura. Tenías razón, no la había visto".
Nada nuevo: no sólo es cierto que su reducción a telefilme convierte, como dice (y dice bien) Jean-Luc Godard, una buena película en un espectro de sí misma; no sólo es exacto que, como dijo (y dijo bien) Krysztof Kieslowski, su Decálogo, serie que nació por encargo de la televisión, comenzase a existir verdaderamente cuando, años después de hecho, un programador descubrió que estaba concebido y realizado (y, efectivamente, así resultó ser) para ser visto en una sala; no sólo es justo que, como hizo (e hizo bien) Federico Fellini, llamase hecho una furia a una emisora que emitía La dolce vita exigiendo que la próxima vez que la emitiesen quitasen su nombre de los créditos o de lo contrario les interpondría una querella por falsificadores, porque lo que estaba viendo no lo reconocía como propio, como obra suya.
Es todo esto y un poco más: una película construida mediante un manejo preciso de las articulaciones del lenguaje cinematográfico evolucionado necesita una pantalla que la deje romper y atravesar (en la imaginación de quien la contempla) sus límites. Orson Welles dijo (y dijo bien) que en televisión sólo se ve la mitad de una película. Es exacto, irrefutable: un buen encuadre televisivo únicamente contiene lo que vemos dentro de él, pero un buen encuadre cinematográfico contiene innumerables cosas que quedan fuera de él y para las que la televisión carece de capacidad de captura. Laura, encerrada en un televisor, es la mitad de Laura. Y eso es lo que hizo a mi colega reconocer que, aunque ya la conocía, en realidad la vio por primera vez el otro día, en el cine madrileño que acaba de devolverla a la pantalla para la que fue concebida y elaborada, una pantalla que no la encarcela en su encuadre, sino que la deja ir más allá de los límites de ese cuadrángulo y le permite expandirse y atrapar sonidos, tiempos, espacios situados fuera del campo iluminado por el foco y ensanchar su vuelo en las sombras que lo rodean.
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