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Tribuna:COMER, BEBER, VIVIR: FELICIANO FIDALGO
Tribuna
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Galicia, caldiño, lacón, Madrid

Con razón fundamentada dicen tantos que "España va bien", para los que va bien al menos, porque en estos casos no suelen contabilizarse los otros. Una prueba de que todo va macanudamente para muchos: acaba de abrir sus puertas de par en par, en lo más esplendoroso y esbelto y chic de Madrid, un restaurante que se llama Combarro (teléfono 577 82 72). El tal ya tiene un hermano antiguo en Madrid, por el que han pasado los años y los lustros. Y se nota. Y como el hermano mayor, este suculento lugar tiene raíces en Galicia, en un delicioso pueblecito marinero que también lleva por nombre Combarro, Ayuntamiento de Poio, provincia de Pontevedra.Para abrir boca, sin perder ni un segundo, vamos a elaborar un menú de los variados que pueden confeccionarse con la carta, que ofrece 70 platos distintos para regocijo de los gustos y placeres de la sabiduría: como entrante que suele decirse, unos camarones de la ría (3.990 pesetas). Y para seguir, un plato simple: mero a la plancha (3.500 pesetas). Y ya ante las posibilidades de los postres de la casa: un fresón con zumo, helado o nata. Y una botella de vino blanco gallego de la casa (2.400 pesetas). Suma total a la hora de la verdad: 10.990 pesetas.

El menú no es de los más normales de la carta de este restaurante, que, otras cuestiones aparte, es un escenario de lujo, de buen gusto tradicional, con una entrada de apabullante espectacularidad cuando al pisar las planchas de cristal mira uno al suelo y, debajo, descubre el acuario fantástico que navega, revolotea y multicolorea el ballet que representa para la mayor gloria de sus instintos y delicia de los espectadores.

El precio de nuestro menú no tiene nada que ver, como ocurre en todos los restaurantes, con la selección de mariscos que se brindan al jacarandoso cliente. Sabido es que una langosta de un kilo es barata por 12.500 pesetas y que una ración de gambas cocidas quema las 4.000 pesetas. Eso sí, que nadie se queje de la calidad, comenzando por un caldo gallego que no tiene igual; el servicio, que dada la estratosfera en la que nos deleitamos ha de ser servicio de dioses, no lo es, pero uno no sabe si merece la consideración de unos días, mientras el despegue cuaja; y decimos tal, porque el día de nuestro estreno, quizá por nerviosismo -si no, no se explica-, un camarero sirvió una copa de vino blanco y, acto seguido, volvió a taponar la botella. El crimen es de tasca de mala ralea. Pero si se cita el caso es por ser el único detalle fallido en el conjunto de un restaurante que representa una aventura para quien ha puesto las perras y, en definitiva, para la gastronomía española y para la gallega, que en el cogollo de Madrid ha puesto una bandera: clasicismo, estilo, lujo, manjares autóctonos; y todo repartido en compartimentos que hacen pensar que uno se encuentra en un restaurante cuando se está viviendo un mundo cultural.

¡Pobre del que piense que la bravura de los precios menudea la clientela! Es decir, quien no reserve, no come. Y no beberá de una carta que tampoco es la gloria, pero roza la discreción en espera de días de más galanura.

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