Cambios de clima
Desde la oleada de procesos de democratización de los años ochenta se admite que los acontecimientos de otros países provocan un cambio en las opiniones públicas nacionales, y sobre todo en aquellos observadores que, por su nivel de información o sus vinculaciones internacionales, pueden percibir más rápidamente su significado. En parte esto es lo que ha sucedido en Europa durante los últimos meses tras la victoria del laborismo inglés y del socialismo francés. Sería exagerado decir que la cumbre de Luxemburgo ha supuesto un cambio radical en la política europea de empleo, pero parece indicar un cambio de sensibilidad respecto al momento en que se dejó morir el Plan Delors, un cambio al que sólo el actual Gobierno español se ha mostrado impermeable.Un fenómeno similar se puede estar produciendo ahora en América Latina: eso es lo que se apuntaba en un artículo reciente de Jorge G. Castañeda (EL PAÍS del 11 de noviembre). El 6 de julio, las elecciones mexicanas supusieron la quiebra de la mayoría absoluta del PRI en la Cámara y la elección por una mayoría abrumadora de Cuauhtémoc Cárdenas, del PRD, como primer regente electo del Distrito Federal. Se trata de hechos sin precedentes en México y que ya han dado origen a una situación nueva. Cuatro partidos de oposición, incluyendo los dos de mayor peso, el PAN y el PRD, han formado un bloque para elegir al presidente de la Cámara (Porfirio Muñoz Ledo, del PRD) y han abierto un proceso para forzar cambios en los presupuestos del Gobierno del presidente Zedillo.
El paso siguiente se produjo el 26 de octubre, con las elecciones legislativas argentinas. La Unión Cívica Radical y el Frente del País Solidario (Frepaso) se presentaron unidos en una alianza contra el Partido Justicialista del presidente Menem. La Alianza, improvisada en pocas semanas, obtuvo un éxito resonante, con 10 puntos de ventaja sobre el PJ, lo que deja a Menem obligado a buscar apoyos- de los pequeños partidos provinciales para poder legislar. Pero lo más significativo fue la derrota del justicialismo en la provincia de Buenos Aires, un bastión del peronismo. La lista encabezada por Hilda Duhalde, esposa del gobernador Eduardo Duhalde, obtuvo siete puntos menos que la de la Alianza, encabezada por Graciela Fernández Meijide (Frepaso).
Parece lógico pensar que estos resultados electorales en México y Argentina pueden tener repercusión en América Latina, y es muy posible que apunten a un cambio de clima político. Pero puede ser bueno examinar con atención su significado para no caer en ilusiones o equívocos. Una primera tentación es pensar que suponen el principio del fin del neoliberalismo. El problema, lógicamente, es saber qué entendemos por neoliberalismo. La izquierda latinoamericana tiende a englobar bajo esta etiqueta todos los cambios económicos que se han producido en la región, sin distinguir entre los que eran inevitables (o incluso deseables) y los que han sido consecuencia de la forma o el momento en que se han introducido las reformas, y a considerarlos en su conjunto igualmente rechazables.
Desde esta posición, es inevitable interpretar como puro electoralismo el hecho de que la Alianza, en Argentina, haya hablado de domesticar el modelo económico y no de cambiarlo. Sin embargo, no es seguro que los dirigentes de la Alianza hayan disimulado sus convicciones para ganar votos; puede suceder simplemente que sus opiniones hayan ido cambiando hasta concluir queel modelo debe ser reformado (domesticado), pero no abandonado de raíz. Los dirigentes de la Alianza (sobre todo los del Frepaso) pueden haberse limitado a hacer suyo el sentir común de muchos argentinos: que la estabilidad económica es deseable y no se puede poner en riesgo con una expansión drástica del gasto público, ni mucho menos tratando de resucitar el proteccionismo y el intervencionismo del Estado.
Los de la UCR han debido tener menos problemas para llegar a esa conclusión, porque incluso los dirigentes radicales que se autodefinen como socialdemócratas aceptan la liberalización económica que han impuesto las nuevas reglas de juego de la economía mundial. Ya en las elecciones que llevaron a Carlos Menem a la presidencia se decía que la tragedia del candidato de la UCR, Eduardo Angeloz, era que había dicho lo que se proponía hacer (un programa de reformas liberales), y había perdido, mientras que Menem no lo había dicho (o, mejor, había dicho casi cualquier cosa y su contraria), lo que le había permitido ganar y poner en práctica un programa más liberal aún que el de Angeloz.
Lo que se debe subrayar es que, desde sus diferentes puntos de partida, la UCR y el Frapaso pueden coincidir en un programa de reformas que distribuya de manera más solidaria y justa los costes y ganancias de la economía liberalizada. Las elecciones de 1997, si marcan la tendencia para 1999, no habrían supuesto, por tanto, el fin del neoliberalismo en Argentina, sino el fin de un modelo cuyos aspectos más escandalosos no son necesariamente los económicos, sino el sentimiento creado en muchos argentinos de encontrarse privados de sus derechos legales, incluyendo los derechos sociales adquiridos, por una Corte Suprema controlada, una policía ineficiente o delictiva, unos empresarios mafiosos ligados al poder.
La inseguridad cívica, los crímenes y magnicidios irresueltos y la espectacular caída de empresarios y personajes públicos vinculados al ex presidente Carlos Salinas han sido también probablemente los factores clave de la victoria de Cuauhtémoc Cárdenas en México Distrito Federal. Pero aquí nos encontramos con un problema nuevo e inexistente en Argentina: la oposición está dividida radicalmente en sus opciones ideológicas. El Partido de Acción Nacional es en bastantes sentidos un partido conservador (su modelo es el PP español), mientras que el Partido de la Revolución Democrática, aunque está moderando sus posiciones para no asustar a las clases medias ni a los inversores, es un partido en el que se mezcla la izquierda mexicana con un priísmo tradicional en cuestiones económicas y sociales.
En este sentido, la unión de ambas fuerzas para imponerse al PRI en la Cámara puede tener cierto sentido político, aunque es dudoso que pueda ser entendida por los ciudadanos de a pie. Pero su unión frente al PRI en las elecciones del año 2000 sería simplemente inimaginable. Los electores comunes no ponen la derrota del PRI por encima de cualquier otra consideración, sino que quieren cosas concretas: mejoras económicas, seguridad ciudadana, democracia y buen funcionamiento de las instituciones. No es fácil que el PRD y el PAN puedan ponerse de acuerdo en sus propuestas sobre estas materias, ni siquiera cuando, como en la reforma electoral, parecen perseguir el mismo objetivo.
Contra lo que podría indicar el caso argentino, lo deseable sería que él PAN y el PRD definieran con más nitidez sus propuestas para la reforma del modelo económico. Pero es dudoso que el PAN vaya a hacerlo, y es más probable que pretenda repetir el modelo de campaña del PP en 1996, prometiendo a la vez recortes del Estado y continuidad de la política social. Por su parte, el PRD puede seguir tratando de atraer cuadros del PRI y a la vez apoyándose en el PAN para bloquear o desgastar al Gobierno de Ernesto Zedillo, sin definir más objetivo que el de poner punto final a los sesenta años de Gobiernos del mismo partido (con distintos nombres).
De las dos fuerzas es el PRD quien corre los mayores riesgos. La inclusión en sus listas de priístas de conversión tardía puede alejar a los cuadros y simpatizantes que desean otra forma de hacer política, y su unidad de acción con el PAN puede erosionar su imagen como alternativa social al neoliberalismo. En ese juego de tres, no es seguro que la simple moderación de su programa económico baste para convertir al PRD en opción ganadora. La moderación puede favorecer a una fuerza política cuya identidad es clara, pero el PRD podría estar apostando, precisamente, por una estrategia que desdibuja su propia identidad.
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