Justicia y poder
LA JUDICIALIZACIÓN de la vida política española, emprendida con demostrada irresponsabilidad por el partido del Gobierno desde hace tiempo, ha logrado crispar hasta el extremo las relaciones entre las fuerzas políticas y la convivencia entre los ciudadanos. Eso, entre otras cosas, explica que, pese a los buenos resultados del ejercicio económico y a la postración y desconcierto en que se encuentra sumida la oposición socialista, el PP no logre mejorar sus expectativas de voto. La opinión pública percibe que el poder es hoy proclive a la política de tierra quemada, de enfrentamiento y división, que tan buenos resultados parece haberle dado.La celebración de auténticos juicios paralelos en los medios de comunicación -sobre el asesinato de las niñas de Alcàsser o sobre los GAL, sobre el secuestro de la farmacéutica de Olot o sobre Filesa- somete a diario a nuestros jueces a una auténtica oleada de presiones interesadas, a base de amenazas y de auténticos chantajes morales ejercidos desde algunos periódicos y tertulias radiofónicas, siempre empeñados en dar lecciones de moral que nadie les pide, y que se combinan en ocasiones con la descarada utilización de la Fiscalía por parte del Gobierno.
Algunos procedimientos penales tienden así a convertirse en verdaderas causas generales contra los acusados, y se asemejan a veces más a los ajustes de cuentas que a una adecuada administración de la justicia. Las reacciones desmedidas de quienes están decididos a politizar todo cuanto les sucede no contribuyen precisamente a crear un ambiente sereno que permita impartir justicia rectamente.
Pero si es lícito denunciar a los políticos y periodistas que incurren en tan lamentables prácticas, no lo es menos poner de relieve la sensibilidad extrema -y no siempre desinteresada- que muchos magistrados padecen ante los ataques o críticas de los medios de comunicación y ante las presiones o promesas del poder.
Lo sucedido con el caso Filesa es un buen ejemplo de cuanto comentamos. Hemos acatado la sentencia del Supremo pese a que nos han parecido desproporcionadas las penas que han recaído sobre algunos condenados, convertidos en chivos expiatorios de una situación generalizada, pues la financiación ilegal ha sido práctica de todos los partidos, y de manera connotada, del Partido Popular (casos Naseiro, Burgos, Soller). También es discutible la exigencia de ejecución inmediata de la sentencia, sin esperar al procedimiento que se siga en el Tribunal Constitucional. Ejecución de sentencia que ha permitido la arrogancia del Gobierno cuando se expresa sobre la eventualidad de indultar a los condenados.
Pero las sentencias y los autos no son dictados por máquinas, sino por personas, en este caso por los magistrados de la Sala Segunda del Supremo, cuyo presidente, José Augusto de Vega, fue sometido recientemente a una campaña de difamaciones y de presión por parte de la prensa aznarista. Estamos seguros de que este juez, de larga y encomiable carrera profesional y a punto de jubilarse dentro de dos semanas, tiene la suficiente experiencia y horas de vuelo como para no dejarse doblegar por los ambientes de opinión creados y regirse sólo por la recta aplicación de las leyes y de su conciencia. Pero también es evidente que ha sido sometido a tales y tan repugnantes ataques que le han tenido que hacer aún más difícil el ejercicio de su jurisdicción.
El hecho de que el mismo presidente -hasta su jubilación- y la misma sala del Supremo estén destinados a entender del caso Conde y a dictar sentencia sobre la acusación a los dirigentes de HB; la extrema politización de estos asuntos; la beligerancia notoria del partido del Gobierno en el caso Filesa; y el comportamiento inequívoco de la Fiscalía al servicio del poder político, no constituyen el mejor caldo de cultivo para la ecuanimidad, y suscitan la sospecha de que alguien pretenda establecer una especie de equilibrio entre las diversas y dificiles decisiones que el Supremo tiene que tomar en los próximos días. La brillante trayectoria profesional de José Augusto de Vega no puede verse empañada al final de su carrera por culpa de quienes insisten en tratar de poner a la justicia al servicio de los intereses del poder político. Pues no sólo está en juego la reputación profesional de un magistrado, sino el prestigio del Tribunal Supremo y su capacidad para impartir justicia al margen de amenazas, chantajes y presiones.
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