Mal derecho
"Hard cases make bad law". Los casos difíciles producen mal derecho. Así reza un aforismo puesto en circulación hace ya bastante tiempo en el mundo judicial de Estados Unidos. La sentencia de Filesa ha venido a poner de manifiesto la validez del mismo más allá del sistema de administración de justicia que le dio vida.
Filesa era en sí un caso difícil. Se ha hecho deliberadamente todo lo posible para convertirlo en más difícil todavía. La forma tan accidentada en que se desarrolló la instrucción. El ejercicio abusivo de la acción popular. La personación del PP. Las acusaciones de prevaricación dirigidas a los magistrados por un error en la colocación de unas comillas en un auto por relevantes personalidades políticas y múltiples medios de comunicación en la fase inmediatamente anterior a la apertura del juicio oral. La imputación de justicia "genuflexa" ante los poderosos al Tribunal Supremo por la forma en que accedió al edificio un determinado testigo... Todo lo que era políticamente imaginable hacer para dificultar la decisión del tribunal se ha hecho.
El resultado ha sido el que ha sido. Una sentencia que no es un instrumento de pacificación, sino de todo lo contrario. Ha sido recibida con una alegría desmesurada por los adversarios políticos de quienes son condenados a penas privativas de libertad y como una decisión absolutamente desproporcionada y, por tanto, injusta por quienes han sido condenados. Casi me atrevería a decir que ha satisfecho la sed de venganza de unos y que ha defraudado las esperanzas de justicia de otros.
Obviamente a ningún tribunal se le puede pedir que dicte una sentencia que no convenza a quienes da la razón y que convenza a quienes se la quita. Pero sí se le puede y se le debe pedir que su argumentación tenga el poder de convicción suficiente como para que quienes no han sido partes en el proceso, es decir, el conjunto de los ciudadanos y en particular los juristas, puedan entenderla y aceptarla, aunque no la compartan por completo.
Esta exigencia vale para todos los tribunales de justicia, pero más que para ninguno para los del orden penal. Cuando un tribunal condena a un ciudadano a penas privativas de libertad, los magistrados que lo integran no sólo tienen que tener subjetivamente la seguridad de que la conducta que están enjuiciando es constitutiva del delito que se le imputa y además merecedora de la pena en la cuantía que se le impone, sino que tienen además que ser capaces de traducir esa convicción subjetiva en una justificación objetiva que esté por encima de toda sospecha, es decir, que sea susceptible de ser interiorizada por la sociedad.
El derecho es un instrumento de pacificación. Su razón de ser es que la sociedad a través de los tribunales de justicia ponga fin de manera civilizada al enfrentamiento, restableciendo de esta manera la paz. Para ello la decisión judicial tiene que ser capaz de soportar el test de la razonabilidad y de la proporcionalidad. Tanta o más importancia que el fallo en sí, tiene la manera en que el tribunal lo explica. Si no consigue justificar de manera objetiva, razonable y proporcionada la decisión que impone, la función pacificadora de la sentencia se ve extraordinariamente reducida.
De esto es de lo que adolece la sentencia del caso Filesa, como explicaba el martes pasado el catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Barcelona en un artículo publicado en La Vanguardia. Ni la argumentación, decía, es convincente, ni la pena que impone, proporcionada. Me temo que es una opinión bastante generalizada. Al menos, entre los juristas.
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