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La ópera de un real

Vicente Molina Foix

Hemos sabido mucho de la epopeya artística y el calvario económico de José María Cano, que a la edad de Cristo abandonó la cresta de la ola y se fue a Londres a escribir una ópera. Fiel a la tradición de la bohemia, el antiguo miembro de Mecano componía en el último piso de un viejo edificio, aunque también sabemos (gracias al reportaje de Jesús Rodríguez en El País Semanal) que aquello no era exactamente una buhardilla insalubre, ni al músico -provisto de un gimnasio particular- le acechaba la consunción. Tampoco tuvo Cano que quemar en la chimenea para calentarse -como los pobres artistas de La Bohème- sus cuadros y sus libros, pero sí subastar, que es otra forma de pérdida más incombustible, 24 pinturas de la envidiable colección (barcelós, bacons, sauras, arroyos, appels) que en los cinco arduos años de su trabajo le observó desde las paredes.Genuinamente interesado por el proyecto y con simpatía por un músico que fue coautor e intérprete de algunas de las canciones más deliciosas del pop de los ochenta, me compré esta Luna aún menguante, que "por necesidades económicas" sale a la calle "con nueve momentos estelares". Desechada su ópera por las grandes discográficas, Cano, en otro gesto valeroso, creó su propio sello -Santa Teresa lo llama, llevado del fervor que le ha hecho también redescubrir el cristianismo- y ha tenido en este avance muy buenas compañías: carátula de Schnabel, Orquesta Sinfónica de Londres, las voces de Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Teresa Berganza y Renée Fleming. También cuenta, según parece, con la promesa de Miguel Ángel Cortés para estrenar la obra, como es su deseo, en el Teatro Real, promesa ilegal más que extraoficial, pues hasta el día de hoy no está entre las atribuciones de un subsecretario de Cultura programar los teatros nacionales.

Oí por primera vez el disco el martes pasado, y esa misma noche me contaron casualmente una anécdota londinense de Cano, invitado a una cena de alto rango intelectual donde su proyecto operístico despertó curiosidad. Hasta que uno de los comensales le preguntó: "¿Quién ha escrito el libreto?". "¿Libreto, qué es eso?", dijo el compositor, logrando de inmediato, según el asistente que me hacía el relato, esos carraspeos y sonrisas heladas típicos de las buenas maneras británicas. Luego le leí a Cano que "la computadora me ha permitido aprender ópera sin ser un experto en todo el concepto de orquestación y armonía de la música clásica; empezar de lo sencillo y poder complicarlo con la ayuda de la tecnología". ¿Ha escrito igualmente la computadora?

Lo que te diga la gente / tie que importarte un pimiento/ mal va a entenderte con una/ si ties oidos pa cientos", o los versos de la canción de cuna, Arroro la llama Cano (¿no era Rorro?), "porque él es mu flamenquito en los ojos legahas / y en los labios un quesito / ni el lucero del alba / duerme asín de bonito?" ¿A qué estro poético se debe una imagen como "Me bordaste con un beso la Giralda / en la mejilla"? Porque no habíamos dicho que Luna surge de las puras esencias de la España cañí, pasa, o eso es de suponer, en Sevilla, y tiene sangre, gitanos, pasodobles, mujeres muy morenas, zapateado.

Ya la he oído seis veces , y persisten en mí tres misterios. El primero es por qué un joven compositor dotado para las melodías pegadizas y ligeras (es hermoso el epílogo de vocalismos que canta Renée Fleming) escribe este anticuado y cursi mamotreto, bastante peor musicalmente que la zarzuela más ramplona del repertorio menos frecuentado, y lo llama, encima, ópera. El segundo es Teresa Berganza. No sorprende encontrarse en un fregado así a Plácido Domingo, excelente cantante y hombre de reconocido gusto hortera, siempre dispuesto a apoyar las empresas musicales más rancias (esas óperas contemporáneas como El poeta, de Moreno Torroba, o Divinas palabras, de García Abril, por él estrenadas). ¿Pero la Berganza, célebre y justamente respetada por la administración de su voz y la exigencia de sus programas?

Hay que pedirle a Cano -al que yo le deseo sin cinismo éxito en su costosa y aventurada iniciativa- que sea más realista que el Real y, apartando ese caliz de la prometedora boca de Cortés, vaya ya organizando para el verano un estreno rumboso en una buena plaza de toros, con mulillas en vivo, invitadas de lujo tocadas con peineta y una banda de música para desentrañar el tercer misterio: su partitura.

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