_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El mito de España invertebrada

Enrique Gil Calvo

El reciente ascenso del Bloque Nacional de Xosé Manuel Beiras al segundo puesto de la representación popular en el Parlamento gallego, sobrepasando de largo y con creces a los socialistas, ha despertado de nuevo un fantasma que viene asustando desde hace tiempo a la opinión española: el del temor a la desvertebración estatal a causa del resurgimiento de los nacionalismos periféricos. Se trata de una vieja cuestión que ha hecho correr ríos de tinta, pero que conviene volver a discutir con insistencia, a fin de que su análisis nos permita considerarla con sentido común y alguna lucidez. Y para contribuir a ello quiero apuntar ciertos argumentos que permiten sostener la hipótesis opuesta: ¿por qué no imaginar que los autonomismos periféricos resultan funcionales para la vertebración territorial? Pero antes de entrar en faena conviene disipar dos malentendidos previos: primero, el de la naturaleza del fenómeno, y después, el de su legitimidad.Es frecuente enfocar el problema como separatismo político, confundiendo el todo con una de sus partes más extremas. Pero en realidad abarca mucho más. Usando la metáfora de la historia natural, cabe clasificar la especie "nacionalismo político" como perteneciente al mismo género que otras relacionadas, entre las que destacan el "caciquismo localista" y el "regionalismo periférico". Todos estos casos no son sino variantes de un fenómeno común: la existencia de un tejido descentralizado de intereses territoriales (patrimoniales, comarcales o urbanos) que pugnan por medrar y desarrollarse contrayendo relaciones bilaterales privilegiadas con la Administración pública y la capital del Estado. En este sentido, un partido nacionalista no es sino un cacique orgánico, que intermedia con Madrid la negociación de los intereses locales periféricos. Por eso hay cierto aire de familia y una extraña afinidad entre el galleguismo caciquil del PP de Fraga y el nacionalismo izquierdista del Bloque de Beiras. Pero también Pujol y Arzalluz, cuando sólo quieren tratar de tú a tú con Madrid, obedecen al mismo patrón bilateral, actuando de intermediarios entre los intereses locales (catalanes o vascos) y el poder central del Estado.

¿Es esto legítimo? Muchos observadores consideran el autonomismo periférico como un mal menor inevitable, soportado con resignación, pero que haría bien en desaparecer cuanto antes, en beneficio sea de cualquier centralismo jacobino, si el observador es autoritario, o de algún cosmopolitismo pluralista, si es un ilustrado. Lo cual equivale a considerar los intereses locales o territoriales poco menos que ilegítimos, por lo que debieran quedar subordinados al interés general, multilateralmente coordinado por el poder arbitral del Estado. Pues bien, creo que se trata de un error: la reivindicación bilateral del propio interés es siempre legítima (con tal de que se ajuste a derecho con publicidad y transparencia), sea que la formulen los ciudadanos privados ante el poder público, los intereses locales ante la Administración central o los Estados miembros ante un organismo multinacional.

Por lo demás, la legitimidad política, que es algo distinto de la legitimidad a secas, sólo depende del favor de los electores. Y hoy el nacionalismo periférico parece más legítimo que la socialdemocracia, por ejemplo, como han demostrado las recientes elecciones gallegas. De ahí la perspicaz visión política que demuestra un líder como Pasqual Maragall, que intenta inventar un neonacionalismo integrador (el olivo catalán) capaz de revitalizar o regenerar la decadencia socialdemócrata. Ésta es, también, la línea adoptada por Tony Blair en el Reino Unido, al apostar por el autonomismo escocés. Y es que con el advenimiento de la globalizada y posmaterialista modernidad tardía, cuando las poblaciones urbanas están sobrecualificadas y subempleadas, hay que acercar las administraciones públicas al tejido comunitario más localizado, pues lo único que permite sintonizarlas con sus bases sociales es compartir la misma cultura cívica: y eso lo hacen mucho mejor los autonomismos periféricos que las ideologías centralistas.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

No obstante, esta evidencia se agudiza mucho más en el caso español que en el resto de Europa. ¿Por qué? Sin duda, por el fracaso relativo de nuestra centralización histórica: mientras París o Londres lograron nacionalizar con éxito los intereses locales o territoriales (en un proceso que se inició convirtiendo a los aristócratas en cortesanos, a los terratenientes en burgueses y a los campesinos en ciudadanos), Madrid no lo consiguió en medida suficiente. En esto influyeron muchos factores (la pérdida de la hegemonía europea, la dependencia del comercio de Indias, las guerras carlistas, el retraso de la industrializacion tardía, el neutralismo en las guerras mundiales, la quiebra de la democracia republicana, la represión franquista de la cultura cívica, etcétera), que combinados provocaron una conciencia nacional de identidad española muy débil. De ahí nuestro récord en objeción de conciencia al servicio militar y nuestra vergonzante adhesión a la bandera o el himno que simbolizan la patria común. Y dado este vacío de identidad nacional, su déficit de patriotismo se ve suplido por diversos etnocentrismos de patria chica, que expresan su ambiguo resentimiento por la orfandad de una imposible madre patria.

¿Por qué fracasó Madrid como capital nacionalizadora? Creo que la clave más sugestiva la proporciona un observador independiente, el historiador norteamericano David Ringrose: su excelente libro sobre el milagro español (traducido como España, 1700-1900: el mito del fracaso, Alianza, 1996) aporta lo que para mí constituye la mejor explicación. Aplicando a nuestro caso la conocida tesis de Arno Mayer sobre la persistencia del Antiguo Régimen, Ringrose demuestra que el tejido patrimonial de intereses periféricos logró persistir intacto a lo largo de todos los cambios de régimen, colonizando para ello la Administración madrileña mediante el tráfico de influencias. En consecuencia, Madrid se redujo a ser el centro de una red de intereses territoriales dispersos. Las estrategias familiares de las élites locales hacían el resto, actuando igual que los inmigrantes empobrecidos; enviaban a sus miembros más jóvenes a la capital a tratar de medrar y enriquecerse, con lo que establecían sucursales o cabezas de puente en Madrid, sin perder por ello su control sobre su base provincial. Así, cada red de parentesco se asentaba tanto en la capital del Estado como en la periferia de origen, con ramas dedicadas al juego madrileño de influencias y otras arraigadas en el tejido local de intereses.

Eso ha hecho que Madrid sea una capital colonizada por la periferia y sin apenas madrileños, pero muy bien sintonizada por relaciones privilegiadas de favoritismo que la conectan bilateralmente con las élites territoriales (a excepción quizá de las catalanas, cuya relativa incomunicación cultural se debe a su escasa inmigración a Madrid). Así que la descentralización autonómica obedece precisamente a la inercia histórica, pues la capital ha venido dependiendo de sus diversas periferias en mayor medida que a la inversa. Aunque la España oficial fuese jurídicamente centralista, la España real ha sido siempre centrífuga. De ahí que ahora sus bases locales y provinciales reclamen cada una lo suyo, poniendo del derecho lo que oficialmente está del revés. Y por eso reivindican su derecho adquirido a no depender de Madrid, sino al revés, obligando a la capital a depender de la periferia.

Pero la hipótesis de continuidad histórica que propone Ringrose va más allá. Lo que para una óptica centralista parece una disfuncionalidad (de ahí el mito histórico del fracaso), bajo otro punto de vista más cercano a Hirschman puede resultar una racionalidad oculta. Pues Ringrose deduce que el dinamismo del milagro español se debe sobre todo a esa pujanza del tejido periférico de intereses provinciales, que no se dejaron ahogar ni absorber por las sucesivas oleadas de centralismo. De ahí la funcionalidad positiva que cabe atribuir al autonomismo territorial como motor de iniciativa, diversidad y desarrollo. Y de ser cierta esta hipótesis, la vertebración de España exigiría precisamente potenciar la variedad de su articulación periférica, en vez de reducirla a un monocorde sucursalismo de la capital.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_