Cada cual a su marcha
SIN EL respaldo de organización alguna, dos pequeñas empresarias negras de Filadelfia, Phile Chionesu y Asia Coney, han logrado un espectacular éxito al reunir el sábado en esa ciudad a una pacífica, festiva y solidaria muchedumbre de niñas, jóvenes y mujeres afroamericanas. La elevada participación en la Marcha del Millón de Mujeres -estimada por las fuentes más objetivas entre 300.000 y 400.000 personas- prueba que los estadounidenses tienen una enorme sed de sentirse miembros, aunque sólo sea por un día, de una gran familia, de un grupo con claras señas de identidad. Revela, además, la extraordinaria capacidad para la movilización de masas que tiene Internet, la vía utilizada para promover el acto de Filadelfia.Las mujeres de origen africano, como subrayó Chionesu, han desempeñado en los últimos tres siglos el papel de viga central de los hogares de EE UU. Además de esposas y madres de los suyos, se han ocupado de limpiar, cocinar, coser y cuidar de los niños en las casas de los blancos. El sábado, por primera vez en la historia del país, fueron protagonistas de un acto de masas organizado por y para ellas, que no tuvo, sin embargo, un tono radical en sus reivindicaciones.
Las tres últimas grandes concentraciones de masas en EE UU -la Marcha del Millón de Hombres que organizó en 1995 en Washington la Nación del Islam, el grupo radical negro dirigido por Louis Farrakhan; la reunión de cientos de miles de varones blancos promovida hace unas semanas en la capital por los Guardianes de la Promesa, y la del sábado en Filadelfia- tienen elementos comunes. Las tres han sido actos de reafirmación étnica y sexual -varones negros, varones blancos y mujeres negras, respectivamente-, y han tenido un aire mucho más moral o religioso que político.
Es una clara señal de lo que está ocurriendo en la única superpotencia que queda en este cambio de siglo. En una sociedad que exalta el individualismo y la competitividad y que está cada vez más dividida por fracturas sociales, étnicas, religiosas, nacionales, lingüísticas y culturales, las gentes de EE UU necesitan sentirse parte de algo más que de su gran nación. Este anhelo se manifiesta también en los miles de desfiles cotidianos que en las ciudades de EE UU organizan los hispanos, los irlandeses, los chinos, los polacos, los judíos, los negros, las mujeres, los homosexuales, los seguidores de tal o cual secta o los defensores de la "supremacía blanca'.
En el momento mismo en que triunfa la expansión universal de su modo de vida, EE UU se pregunta si sigue siendo válida aquella idea de ser "un solo país hecho a partir de muchos". Frente al melting pot de la integración de las diferencias, domina ahora el concepto del multiculturalismo, de la yuxtaposición de las diferencias entre grupos que poco tienen que ver entre sí salvo un aprecio genérico por la libertad y la voluntad de hacer fortuna. Lejos quedan las manifestaciones de los sesenta que reclamaban objetivos nacionales: la igualdad racial, la ampliación de las libertades, el fin de las discriminaciones o la salida del avispero sangriento de Vietnam. Cada grupo va ahora a lo suyo.
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