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42º FESTIVAL DE VALLADOLID

La Seminci comienza marcada por el recuerdo de Pilar Miro

Una visión epidérmica de 'Las ratas', de Delibes, abre la muestra

No es posible llenar el vacío creado en el cine español por Pilar Miró en su muerte, pero el gesto de ofrendar a su memoria esta edición de la Seminci de Valladolid tiene valor de signo del gran calado de ese hueco abierto por la definitiva ausencia de la cincasta, y aquí sonó ayer a desquite y a alivio contra lo que tiene de nuestra su adversidad. Contribuye a dar fuerza a este gesto la vasta, desconocida hasta este año, presencia de cine español, que incluso copa las sesiones de clausura y (anoche) de inauguración, donde se proyectó Las ratas, película dirigida por Antonio Giménez-Rico que no logra visualizar interiormente, sino sólo de forma epidérmica, las negruras del relato de Miguel Delibes.

Hubo otros dos gestos del rescate de Pilar Miró de su último destierro. Uno fue la proyección anoche de un cortometraje realizado durante su filmación de El pájaro de la felicidad. Así, las huellas de su presencia y la captura de sus modos de trabajo trajeron a esta mujer aquí, a uno de los encuentros con el cine que ella apoyó con pasión desde sus ideas y sus comportamientos políticos. El otro gesto que cierra el círculo de negación de que la muerte de Pilar Miró sea definitiva es la creación con su nombre de un premio que cada año distinga al mejor nuevo director de cuantos acuden a esta confrontación de películas.Hace más de una década que Antonio Giménez-Rico estrenó aquí El disputado voto del señor Cayo, película extraída de la novela de Miguel Delibes, que es una de las más convincentes de cuantas ha dirigido y en la que logró poner en el disparadero a uno de los más vibrantes dúos de intérpretes -el que allí bordaron Francisco Rabal y Juan Luis Galiardo- que registran los anales del cine español.

Ahora, con Las ratas, otro formidable relato de Delibes, que presenta más resistencia a su filmación que aquél, Giménez-Rico le echa valor y prueba fortuna, pero con peor suerte. Esta abrupta y hermosísima crónica rural castellana, llena de negruras y de vigencia, pues vigente sigue -quizás ahora más que nunca, en pleno sarampión de modernidades- esta derivación de la España negra, que Delibes escribió, más a hachazos que a plumazos, en palabras de Giménez-Rico, con forma de "alegoría sobre la condición humana".

Pero esta España mísera y alimañera que esculpió Delibes es reelaborada por Giménez-Rico, también en palabras suyas, con [el] "aire documental y el valor testimonial" que quería dar a la película, y que efectivamente le da o, más exactamente, finge darle, porque convierte a la durísima ficción de Delibes en lo contrario, en fingimiento. Y del simple cotejo entre ambas ideas del director saltan las chispas de un desajuste entre lo que quiere lograr y lo que efectivamente logra; pues nada hay capaz de hacer identificarse una "alegoría" y un "testimonio", si entre una y otro no existe un proceso intermedio de poetización (en este caso poetización trágica) que las empaste y funda recíprocamente.

Ni la excelente fotografía, ni el convincente encuadre de paisajes, ni las buenas composiciones del niño eje del relato, Alvaro Monje; y José Caride, Esperanza Alonso, Juan Jesús Valverde, Joaquín Hinojosa y la veintena de oficiantes de esta tenebrosa incursión en el abismo de la miseria española, puede redimir al hecho de que la cámara, es decir: la mirada del director, se queda fuera de ese abismo y sólo roza su superficie, sin recrearla desde dentro, sin pringarse en ella mediante la creación en la pantalla de un punto de vista que permita al espectador vivir como propia la desventura de esas gentes arrojadas a un vertedero inmóvil de esta tierra.

Se ve la tragedia como se ve una estancia sombría a través del agujero de la cerradura de su puerta: a resguardo, sin respirar su aire viciado, lo que convierte a la pantalla en receptora de una ilustración del negro y literario ritual y no en lo que debía inexcusablemente ser: el foco y el marco litúrgico de ese ritual, de esa negrura, que todavía sigue ahí, cercana, nuestra, agazapada bajo la piel de los asfaltos, con que desde los despachos de los modernizadores de pueblos quieren recubrir, no hace falta decir que esperpénticamente, nuestros viejos nidos de ratas.

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