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LA CULTURA ESPAÑOLA PIERDE UNA GRAN CREADORA

Ciudadanía

Juan Cruz

La última vez que se le oyó hablar con esa voz detenida pero firme, metálica, casi opaca, atada a un hilo de cansancio, fue en las escalinatas del Teatro Real, anteanoche; el domingo anterior, cuando era su santo, estuvo sentada en el palco del partido de fútbol contra el racismo; la mañana siguiente a la boda real que ella retransmitió discutió en la radio sobre algunos aspectos de ese penúltimo trabajo: le daba la razón a sus críticos, y lo hacía con la sensatez que le fue dando una madurez escrita a hachazos en su biografía; firmó manifiestos, antes y ahora, estuvo contra esto y aquello, fue a congresos contrapuestos, conservó amistades por encima de sus propias actitudes, de las suyas y de las ajenas, era una mujer extrañamente libre e insobornable; cuando pasó el tiempo, el desdén de algunos por su trabajo se trocó en reconocimiento, y ahora la televisión y el cine, a los que dedicó sus velas profesionales, saben hasta dónde llegó su afán, y su desprendimiento; fue más lejos que muchos en la búsqueda del ejercicio de la ciudadanía, y eso la hizo una mujer comprometida a la que muchos quisieron borrar como se borran los mapas; fue digna en la derrota y en el triunfo escapó también de la solemnidad fatua; sus sufrimientos no fueron físicos tan solo, y cuando también fueron morales los sobrepasó como si eso formara parte de una apuesta personal que debió hacerse a sí misma al principio de su vida. Era una mujer especial; se la veía de acero, pero desprendía una profunda sensación de ternura, tímida y cálida. Era solitaria y ensimismada, pero con ese carácter que parecía volverse hacia sí misma, esta mujer que se había enamorado de Gary Cooper, era también multitudinaria, una mujer que iba con pasión pero con melancolía, como si dudara del porvenir, allí donde la realidad le reclamara.Nadie le podrá restituir ya las palabras que mereció y que se le hurtaron; da rabia pensarlo. Los que no podían sospechar este otro rasgo de su carácter se asombrarían de saber cuánta gente, y cuán hondamente, echará de menos el apoyo moral que prestaba a la soledad ajena. Habrá que terminar como ella acababa las largas conversaciones de cualquier tiempo, de los tiempos buenos y de los tiempos malos: un beso en la coronilla.

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