El espejo convexo
Alfonso Guerra es un señor que sabe mucho más de literatura de lo que admiten sus enemigos y mucho menos de política de lo que consideran sus amigos. Estos días anduvo por aquí, por Galicia, mezclándose en el fregado electoral. Supongo que vino armado con su espejo cóncavo, como casi siempre viene.Quien escribe es testigo de una pregunta clave que el ex vicepresidente del Gobierno de España se formuló en la infausta ocasión en la que los alevines gallegos del jacobinisino patrio se decidieron a resolverle a Madrid problemas que Madrid no tenía planteados: "¿Para qué quieren los gallegos una Televisión Gallega que emita en castellano?", se interrogó el de Sevilla; y Guillermo Galeote, el masacrado, lo secundó en su actitud indagativa. Los chicos del PSG-PSOE, entonces, apenas entendieron nada. Ahora don Alfonso regresa a echarles una mano. Recuerdo el hecho a fin de reconocerle al amigo el jacobinismo inteligente del que siempre hizo uso y gala y acaso también para avisar al personal, con algún dato, (le que la incuria galleguista puede conducir al desastre electoral de las fuerzas socialistas, coligadas ahora con verdes y con autopodados vástagos de la rama comunista, por si aún están a tiempo de enmendar rumbos y enfocar bien los espejos cóncavos, pues aquí todo el mundo es necesario.
Parecen haberlo entendido los del Bloque que, en la precampaña, utilizaron un eslógan que no tiene desperdicio: "Porque nos interesa este país", decía, abundando en un texto inevitablemente adscrito a un mal entendido bilingüismo armónico que ellos a la vez denostan, por venir de Fraga, evitando la palabra nación y ocultando el término Galicia, que los más de ellos prefieren a Galicia. No sólo eso; la estrella roja de cinco puntas goza en la propaganda electoral de ortos y ocasos continuados y fugaces, va y viene, se asoma y desaparece, a base de ocultaciones y destellos propios de un faro que funcione. ¿O es que conocen ustedes muchos faros con luz fija? Mientras tanto, los del PSOE funcionan no sólo con luz, sino también con piñón fijo, privados de la lucecita que debió alumbrar en algún momento desde algún rincón de La Moncloa, navegando a oscuras, camino de una luz que ya se extingue. Y eso no es bueno para nadie.
Este país es otro y no se enteran. Si bien recuerdan, las dictaduras, sean de la índole que sean, lo primero que hacen una vez que toman el poder es cerrar fronteras y clausurar puertos y aeropuertos, restringir la libre circulación por todas las carreteras, ocupar emisoras de televisión y radio, censurar la prensa escrita, impedir, en fin, la libre circulación de los ciudadanos y de sus ideas. Hace 20 años este país era excéntrico incluso de sí mismo. Entonces, acudir desde el lugar en donde estas líneas están siendo escritas hasta Compostela, cinco a siete minutos actualmente con buen tráfico, significaba poco menos que una hazaña realizada apenas por quienes acudían a aquella hermosa y enorme aldea de piedra a comercializar productos con técnicas propias de una economía de subsistencia. Hoy el país es otro. Y quienes así más lo han entendido han sido las fuerzas más opuestas.
Sin que nadie lo esperase y contra toda sospecha, el Partido Popular de Galicia, presidido por Manuel Fraga, ha abierto carreteras y autovías, autopistas de la información, comunicado el país, centrándolo en sí mismo, abriéndolo al mundo como hacía siglos que no estaba. El Bloque Nacionalista Galego, liderado por Xosé Manuel Beiras, ese aparente histrión y botarate, ha moderado su lenguaje, advirtiendo en su último congreso que el marxismo es un hermoso instrumento de análisis de la realidad, el leninismo está bien para los sóviets y condenado abiertamente el terrorismo. Algo se mueve y algo, sin duda, está cambiando.
Sin embargo, hay gente que todavía no se entera. Alfonso Guerra estuvo por aquí y nadie de los suyos se lo advirtió. Aquellos que pudieron haberlo hecho fueron debidamente purgados en su momento, víctima dos en aras de la continuidad de un sindicato de intereses, formado por diputados en las Cortes y aparachikst conspicuos, y así pudo Alfonso utilizar sus armas más obsoletas y terribles, aquellas que poco o nada tienen que ver con la sensibilidad ante los prodigios de una lengua y una concepción del mundo, de una cultura, que lucha por ocupar su lugar en el espacio sin detrimento de las otras.
A Alfonso Guerra le han dado una vez más tan sólo el espejo cóncavo, nunca el convexo, nunca las gafas para el présbita; eso y las palabras viejas. Con tal bagaje y por muy buena intención que se pretenda reconocerle, poco ha de ser lo que pueda ayudar a salvar, aunque sea antes de tiempo, los restos de un más que posible naufragio. Lo que es cosa de sentir.
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