El serio oficio de escribir
Si previamente había obtenido galardones en el Certamen Literario María Agustina, Concurso de Cuentos Gerardo Rovira, Certamen de Relatos Ciudad Encantada, Narrativa Corta Campo de los Patos o Certamen Literario Ciudad de Dos Hermanas, entre otros cientos, ¿cómo no iba a obtener, anoche, Juan Manuel de Prada Blanco, nacido en 1970 en Baracaldo (Vizcaya) aunque sea de Zamora, el más premio de todos ellos, el Planeta? Frente a jóvenes escritores que se resfrían y escriben, en la convalecencia, una novela con sustancioso adelanto, Juan Manuel de Prada, con una vocación literaria sólida y antigua, a prueba de gripes,, ha montado antes guardia en mil garitas y ha lidiado en mil plazas de tercera, como un estajanovista de la Olivetti.Lo suyo ha sido comenzar desde abajo. Desde los 18 años en que decidió tomarse en serio el oficio de escribir; desde que siendo un niño, que acompañaba a su abuelo a que éste leyera la prensa y él Tintín y, después, Stevenson, ambos en la biblioteca municipal de Zamora, descubriera su afición por la literatura -que no su vocación, término éste que desdeña-, Juan Manuel de Prada no ha dejado ni un momento de soñar, tal vez, con este momento.
Fogueado en mil concursos literarios, aprendió pronto que las minas estallan sólo si se pierden. Prada, con esa audacia, que da vivir en provincias y no tener nada que perder, escribió, por puro divertimiento, por puro afilar lápices, un libro inclasificable, Coños, que no presentó a La Sonrisa Vertical (¿o sí?), pero que cayó en manos de dos de esos quijotes que hay, afortunadamente, en pequeñas editoriales: Rafael Díaz Santander y Juan Luis González, dos locos que llevan esa excelente editorial que es Valdemar. Y después de Coños, un éxito, un boca-oreja de los que a veces funcionan, vinieron los cuentos de Los silencios del patinador, un puñado de los muchos que ha ido dejando, con plica, sin plica, con suerte, sin suerte, en esa colmena de los certámenes literarios que dan brillo y esplendor al mapa provincial de este país y que Prada ha recorrido, todos estos años, bailando acaso más de una vez con la más fea, que suele ser, en ocasiones, hija del edil de la Flor Natural o del patrocinador de las Justas Poéticas de un pedazo de esa España. profunda.
La fama de Prada, a los 24, 25 años, creció como la espuma y ocupó plaza (con tanto espacio que hasta se podía estirar) en un diccionario de literatura de autor, y éste, Francisco Umbral, que se lo "trajo" para Madrid, lo vio, "pese a su juventud", como "un verdadero monje de la prosa, que vive para miniarla". Se anunció, como la buena nueva su esperadísima. primera novela, Las máscaras del héroe, con la. que desfiló por el, madrileño paseo de Recoletos, por delante de esa Biblioteca Nacional, en donde había quemado sus pestañas zamoranas, en tardes de invierno, meneando libros olvidados, de los que iba cayendo, como hojas muertas, una corte -de sablistas y bohemios, de letraheridos con menos obra que desvergüenza, desde Pedro Luis de Gálvez a Armando Buscarini.
Con éstos se hizo perito en raros y extravagantes y montó el tinglado de la farsa literaria en esa monumental, primera novela por la que (debió de ser un caso único en las jóvenes letras españolas) no cobró un duro de adelanto, por coherencia y fidelidad a ese par de editores, y amigos, de Valdemar. Las ediciones se sucedieron y. Prada creció: se le quedaron en el camino descubridores de primera hora, le crecieron los admiradores y se le emboscaron en las esquinas, los de la cofradía del colmillo torcido, que es devoción que suele abundar en el solar literario de la envidia Por eso Prada, desde hace un tiempo, simula como aquel dramaturgo de éxito una cierta cojera: no todo van a ser éxitos. Ahora con lo del Planeta igual hasta tiene que llevar muletas, un brazo en cabestrillo y la cabeza enturbantada.
Babelia
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