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Paul McCartney estrena primer poema sinfónico

300 músicos y cantantes participan en la presentación de 'Standing stone'

Diego A. Manrique

Según algunas estadísticas, Paul McCartney (Liverpool, 1942) es el autor de canciones más exitoso del siglo XX. Sin embargo, el antiguo bajista de The Beatles quiere probar suerte como compositor de música sinfónica. Tras su Liverpool oratorio, de 1991, ha estrenado piezas menores dentro de la tradición clásica y aceptó encantado el encargo de su discográfica, EMI, para realizar una sinfonía que ya ha sido editada en disco y que se estrenó anoche en el Royal Albert Hall londinense, ante un público que, al final, le hizo salir media docena de veces a saludar.

Unas horas antes del acontecimiento, sir Paul McCartney confesaba ante la prensa que sigue sin saber escribir música. Lo de Paul y las partituras "es casi una superstición, no puedo relacionar los ruidos que rondan en mi cabeza con los puntitos negros". Standing stone se ha realizado con cuatro asociados musicales y la ayuda de la tecnología informática.. En público, McCartney se escuda tras los nombres obvios -asegura haber escuchado desde Monteverdi a Stockhausen-, y no parece importarle que todo el proyecto suene a capricho de millonario. Que lo es: ocupa el número 37 entre las mayores fortunas británicas, sólo superado en el mundo del entretenimiento por lord Andrew Lloyd-Webber.

La rueda de prensa fue una competición entre preguntas blandas y respuestas esforzadamente simpáticas. A Paul se le perdona todo: a pesar de que fuera eclipsado por John Lennon en los años sesenta y setenta, ha mantenido el tipo y se le tolera como "uno de nosotros". Vive en la campiña, envió a sus hijos a una escuela primaria pública y paga cada año cuantiosos impuestos, sin que eso le impida contribuir a organizaciones benéficas o actividades de promoción de las artes.

Además, sus patinazos han sido menores: media docena de arrestos en relación con el cannabis. Y cuenta ahora con la simpatía extra que se extiende a quien necesita ayuda en momentos delicados: su esposa, Linda, lucha contra el cáncer, y ya no se hacen bromas con sus dudosos talentos musicales; ella y su marido han sido ecologistas avant la lettre y predican una vida sana, habiendo popularizado una marca de hamburguesas vegetarianas.

Todo lo cual no le cualifica para entrar en un área que reconoce le es bastante ajena: "La música clásica es un montón de canciones encadenadas o una canción recurrente". McCartney, que en varias ocasiones ha declarado su admiración por el Concierto de Aranjuez y otros clásicos populares, carece de los conocimientos y la disciplina necesarios para desarrollar con coherencia una obra de 75 minutos como Standing stone.

Cierto que lo más indigesto fue la primera parte del programa, integrada por cuatro obras breves: Stately horn, Inebriation, A leaf y Spiral. No pudieron salvar su pobreza de construcción ni esas brillantes agrupaciones que dirigen Michael Thompson y Adolf Brodsky. Por el contrario, Standing stone tiene un indudable encanto kitsch. Las 19 secciones de este poema sinfónico oscilan entre la música de películas de piratas y los ecos celtas, los fragmentos descriptivos y esas muestras de ingenua belleza que son la marca de la casa. Todo vertebrado por un argumento que McCartney desarrolla en verso -aparentemente, le impulsó su reencuentro con Allen Ginsberg en una colaboración de 1966- donde se divaga sobre los orígenes de la vida y la importancia de los lazos de familia y amistad.

Dado que el imponente coro de la Orquesta Sinfónica de Londres no pronuncia palabras inteligibles en Standing stone, cabe agradecer la voluntad comunicativa de sir Paul, que incluye en el librito del compacto ese poema más fotos de su mujer y su hija, aparte de algunos óleos propios; los McCartney pueden ser rurales, pero no renuncian a la cultura.

Los caprichos sinfónicos del autor de Yesterday son entretenimientos finalmente inofensivos. Con una virtud: en cuanto se publican, entran en el número uno de las listas de ventas de música clásica, relegando a los discos de Los Tres Tenores y montajes similares, que sí resultan ofensivos y no tienen la disculpa de la pureza de intenciones de McCartney o su radiante inocencia creativa.

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