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Soberbia y azar

Javier Marías

Lo más aproximado que nos queda el concepto griego de hybris o hubris es el de soberbia, quizá también los de fatuidad y arrogancia. Se trataba del pecado que cometían los hombres cuando se creían dueños de sus destinos hasta el punto de rebelarse y desafiar a los dioses; la tragedia griega está llena de ejemplos. No es raro que ese concepto haya mal pervivido, menos aún que en nuestra época esté desaparecido, incluso en su rebajada forma cristiana de la soberbia. Se supone que los hombres libres son dueños de sus destinos desde hace ya bastante tiempo, o al menos que éstos no están al arbitrio de designios y fuerzas sobrenaturales, sino acaso demasiado naturales: las de banqueros, médicos, científicos, economistas, políticos y periodistas, por este orden de influencia seguramente.Creer que nuestra suerte no depende de intervenciones y caprichos divinos es sin duda un logro de la razón y un enaltecimiento de la voluntad como potencia decisoria; creer que sólo dependemos de nosotros mismos es una ingenuidad y una filfa. Pero además lleva muy fácilmente a incurrir en hybris, aunque ya no haya deidades con nombre ni rostro para sentirse ofendidas y aplicar castigos.

Hay una tendencia actual que parece sumamente peligrosa e injusta y que sin embargo se extiende y crece día a día con el beneplácito de todos y la oposición de ninguno: se trata de la negación del accidente y de lo accidental, y con ello de unas cuantas cosas más, poco definibles pero que han venido acompañando a la humanidad desde que tenemos memoria y que por lo tanto no deberían borrarse tan alegremente. Sus nombres son varios y hasta parecen en ocasiones contrarios: azar, fatalidad, suerte, destino, providencia son los más conocidos, a ninguno se le concede ya el menor crédito. Cada vez que ocurre una catástrofe, lo primero que se hace hoy en día es buscar responsabilidades, si es que no "culpabilidades". No es que no pueda haber muchas veces lo uno o lo otro, y si un conductor se subió a su coche haciendo eses y además no le dio la gana de ponerse sus gafas de diez dioptrías, es casi seguro que será el culpable de que su automóvil atropelle a tres ancianas; y si el asistente de un vuelo olvida cerrar la puerta del avión distraído con su móvil, es muy probable que pudiera achacársele la desgracia. Pero lo que es indudable es que no siempre sobrevienen catástrofes por el fallo o la negligencia de alguien, y sin embargo eso es lo que se presupone hoy sin vacilaciones cuando algo malo sucede. Si descarrila un tren, se sospechará del estado de sobriedad y vigilia del conductor, se comprobará la velocidad alcanzada, la señalización en regla a su paso y hasta el carácter de los pasajeros; si hay una riada que se lleva por delante a los inquilinos de un cámping, se acusará a los que decidieron su emplazamiento, y dentro de nada se hará responsable a los meteorólogos oficiales y a las televisiones con hombres y mujeres del tiempo; si es, un volcán el que entra en erupción arrasando poblaciones y campos, se echará en cara su falta de previsión a los vulcanólogos, o a los labriegos que sembraron sus suelos -resulta- de una clase de abono que recalentaba las faldas de la montaña, quién sabe. Y si los cataclismos o calamidades no tienen que ver con la naturaleza ni por asomo, entonces ya se pueden preparar los implicados remotos: si una niña se rompe la crisma en un tobogán, el dueño del parque y el constructor del artefacto serán probablemente empapelados; si se tira a una piscina un idiota por la parte donde no cubre y se deja la cabellera en su bravo salto, la imprudencia no será suya, sino de la deficiente advertencia de los cambios de nivel del agua; ya en los años cincuenta, en Estados Unidos, si un transeúnte resbalaba en la nieve delante de una casa, el vecino recibía una demanda si no había limpiado adecuadamente ese tramo de la calle. La tendencia viene de aquel país, y ha tocado techo -o no, me temo- con los actuales y demenciales fallos en contra de las tabacaleras por haber puesto anuncios "incompletos" a lo largo de décadas. Habría que exigir también que los de los coches avisaran del riesgo alto de morir a bordo, o de quedar tullido. Y hace unas semanas se admitió a trámite la denuncia de una señora contra Disneylandia porque sus nietos habían visto por azar a unos empleados quitarse los disfraces de Mickey y Goofy y habían padecido una "frustración emocional". No sé a qué esperamos los españoles, tenemos un filón a mano, ya va siendo hora de que nuestros padres nos indemnicen por habernos hablado de los Reyes Magos.

El hombre contemporáneo es tan soberbio que ha llegado a creer que si algo va o sale mal es siempre porque alguien, en todo el infinito proceso de encadenamientos precisos para la mera existencia de lo más trivial o menudo, no ha hecho las cosas como debía. La idea subyacente es lo más preocupante, a saber: que todo es previsible y está controlado, que la seguridad teórica es plena, que la vida no tiene por qué estar sujeta, a accidentes ni a peligros ni a zozobras, a golpes de suerte ni de infortunio, a imprevistos ni a contratiempos. Y si algo sobrevive de todo esto tan antiguo, también se cree controlarlo: las empresas prevén en sus presupuestos las pérdidas debidas a reveses inesperados; los grandes almacenes las debidas a robos; todo el mundo las ocasionadas por incendios, en la supersticiosa ilusión de que hasta lo imponderable y caótico sigue pautas y se ajusta a una cantidad y a un orden.

Se ha abolido el azar, y aún más grave: se ha abolido la involuntariedad. Si un invitado rompe un jarrón chino en una casa, esa visita se sentirá desolada y quizá se ofrezca a pagar el daño, como si estuviera en una tienda. Pero todavía hoy sería inadmisible, y un atentado a la convivencia, que el anfitrión, además de disgustarse, le exigiera de inmediato ese pago acusándolo de descuido y de haber hecho un movimiento que entrañaba riesgo para la pieza. Es cuestión de tiempo, hacia eso vamos; hacia el día en que todos tengamos culpa de cuanto ocurre en el mundo, y vayamos por él como si estuviéramos en un museo, o aún peor, exactamente en una tienda.

O no todos. Lo más gracioso del asunto es que, junto a esta negación de lo accidental y azaroso, cada vez es mayor la tendencia de los poderosos a tratar lo que sí es responsabilidad suya como si poco pudiera hacerse al respecto y el conjunto fuera un fenómeno de la naturaleza. El ejemplo más claro es la economía, que se presenta tan antojadiza y voluble como el sol y la lluvia, una fuerza insondable ante la que los pobres políticos y economistas poca intervención pueden tener, más allá de las oscuras predicciones. A diario leemos en los periódicos titulares tan grotescos y primitivos como "El buen comportamiento de los precios hará bajar la inflación", como si tal cosa como los precios (nada menos) gozaran de comportamiento, autonomía y voluntad. Esta burda manera de quitarse responsabilidades tiene el porvenir asegurado en una época cada vez más milenarista en efecto, pero del último milenio y no del próximo, en lo que se refiere a creencias y entendimiento. Las guerras, los asesinatos, el terrorismo, los exterminios y las persecuciones, esto es, lo que en verdad depende sólo del hombre, acabarán teniendo "buenos o malos comportamientos", y así los responsables de todo ello se podrán lavar las manos. Parece increíble que en no más de cincuenta años la humanidad se haya infantilizado tanto como para que engañarla resulte tan fácil como eso, como engañar a un niño.

Javier Marías es escritor.

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