Midámonos
La expulsión del cuerpo de un policía municipal de Rivas-Vaciamadrid por no dar la talla debe llenarnos de optimismo y sana esperanza. El hecho de que este hombre ocupara durante varios anos una plaza de policía de por lo menos 1,70 metros, cuando en realidad sólo medía 1,69, es muy significativo del estado de abandono e inhibición que ha venido imperando en la cosa local. Que las autoridades lo hayan querido corregir -extirpando el mal de raíz y no con la típica chapuza que es fácil de imaginar- indica que por fin las cosas han empezado a cambiar, y a mi. modo de ver calla a tanto profeta de fin de semana que, con el ademán meditabundo, cada final de siglo asegura que no tenemos remedio.El problema con la justicia es que, tan pronto probamos un poco, queremos más. Mucha más. De manera que desde que saltó la jubilosa noticia a la primera página de los espacios locales no paran de llegarme ideas para corregir intolerables injusticias de proporción que, si no tan espectaculares como la del guardia, sí claman al cielo. O por lo menos a las autoridades.
Si a estaturas nos referimos, ¿qué pasa con las de los funcionarios? No los más visibles, como son los guardias, sino los otros, los invisibles, que sin embargo pagamos todos con nuestros impuestos, y dinero que nos cuestan. Quiero decir que por infinidad de antesalas, porterías, recámaras, anfiteatros, aulas, despachos, conserjerías, desvanes, asesorías, negociados, registros, intendencias y cancillerías circulan en esta ciudad un número no despreciable de sujetos y sujetas que, según es público y notorio, no dan la talla. Gente de 1,69, 1565 y ¡hasta 1,63 y menos! (yo los he visto y estoy dispuesto a dar fe) que pese a la evidencia incriminatoria andan de un lado a otro mangoneando, tomando café, dando órdenes inútiles y leyendo el periódico, mientras que en la puerta enmohecen personas de 1,70, 1,75 y hasta 1,80 en las últimas generaciones, pues sabido es que la talla promedio en la mil¡ sube todos los años uno o dos centímetros desde que cambiamos del chorizo a los desnatados. ¿No tendríamos que empezar a medir funcionarios?
¿Y por qué sólo funcionarios? (que, dicho sea de paso, siempre nos sirven de coartada para todo tipo de despropósitos ajenos). Ya sé que no soy muy amable al decirlo, pero ya sería hora de que alguien comenzara a pedirle a los altos cargos -a veces pienso que nunca tuvieron un mecano ni una casa de muñecas- que hicieran algún cursillo de labores, dibujo o geometría en el que les enseñaran proporción. Donde aprendieran que no se pueden embutir estadios descomunales y torres inclinadas para impresionar a los turistas en la mitad de una ciudad sin hacerles respiraderos y aparcamientos (obligatorios y gratuitos), y que antes de construir gigantescas ciudades dormitorio a partir de planos con escuadra y sin compás es necesario haber leído poesía, mirado mucha escultura, escuchado verdadera música y viajado un poco, a ser posible lejos de las autopistas.
¿Pero ven lo que les decía? Dice uno estas cosas bastante obvias y, en lugar de aplacarse, el hambre aumenta. Pasa como cuando uno se decide por fin a cambiar una bombilla una aburrida tarde de lluvia y termina instalando. un dormitorio en el cuarto de baño, el cuarto de baño en la cocina, la cocina en la terraza y tirando siete pares de zapatos.
Yo quería simplemente aplaudir que se exija a los policías municipales dar la talla, y ahora tengo como un adolescente el hambre de justicia alborotada. Quiero reformar el mundo. Pedir imposibles. Que en la universidad sólo haya un profesor por cada cincuenta alumnos, por ejemplo, y que además le guste lo que enseña. Que los periodistas estemos a la altura de nuestros titulares, y nos merezcamos el privilegio de poner adjetivos. Que en los juicios se pueda argumentar, y no sólo aplicar fórmulas; que en los matrimonios quepan las sorpresas, y que los ganadores de premios literarios no se conozcan desde antes, como previsiones meteorológicas.
Y que en los paquetes de peras se deslice de vez en cuando un melocotón.
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