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Reportaje:PLAZA MENOR - TIRSO DE MOLINA

De pícaros, de rojos y de frailes

Antes de rendir onomástica pleitesía a fray Gabriel Téllez, mercedario y dramaturgo que hizo célebre el seudónimo de Tirso de Molina, estuvo la plaza dedicada al Progreso, controvertida y laica deidad cuyo nombre sonaba a sospechoso en los castos oídos de los revisionistas del nomenclátor de la villa que en los años cuarenta expurgaron a conciencia el callejero de adherencias impuras.La estatua del fraile comediógrafo reemplazó en 1943 a la de don Juan Álvarez Mendizábal, desamortizador de los bienes de la Iglesia y, en consecuencia, bestia negra del clero, gremio que con el tiempo y una guerra se tomaría su revancha entronizando a uno de los suyos en el lugar. Cabe reconocer, sin embargo, para hacer justicia, que Tirso de Molina era el candidato mejor dotado de la clerecía para usurparle el santo y la peana a Mendizábal. La plaza que hoy lleva su nombre estuvo anteriormente ocupada por un convento de la orden mercedaria en el que vivió largo tiempo el eminente autor de El burlador de Sevilla, precedente y referente indispensable del mito de Don Juan. En ésta y otras muchas comedias, fray Gabriel Téllez mostraría un profundo conocimiento de los enemigos del hombre, que son, a saber, el mundo, el demonio y la carne. Conocimiento tomado del natural que le costaría más de un disgusto.

Pero si Tirso de Molina se merece una estatua, desde luego no es ésta, no es la estantigua patética y plomiza, arrinconada en un extremo de la plaza, con el rostro comido por la lepra, que ha borrado sus labios y velado su mirada. Aluminosis o mal de piedra, la cosa no está clara, pero se nota que ningún munícipe de esta ilustrada metrópolis se ha parado en mucho tiempo a mirarle la cara a fray Gabriel, de haberlo hecho se hubiera sabido enseguida, porque la suya se le hubiera caído al suelo de vergüenza.

Fray Gabriel Téllez soporta resignadamente su decadencia, satisfecho en el fondo de su discreta pero estratégica ubicación, un inmejorable apostadero para observar las idas y venidas, huidas y movidas, que se suceden en tan promiscuo mentidero. Sucesivas capas de mugre han teñido los veteranísimos bancos de la plaza hasta encontrar el tono exacto, el sufrido color de la miseria que se confunde con el mezquino gris de las palomas y el irredento hollín de las fachadas animadas por múltiples reclamos o veladas por redes que anuncian la transmutación de sórdidos caserones en viviendas de lujo.

Sobre los bancos y los árboles de esta plaza frontera y deudora del Rastro y del Avapiés puede verse aún el logotipo del Club de Amigos de la Unesco, bendita institución que, a costa de innumerables riesgos, fue, durante los oscuros años del franquismo, santuario y reducto de la cultura del progreso, del humanismo y de la libertad de expresión. En los balcones de un edificio casi colindante campea el vetusto cartelón de la CNT, su histórico anagrama parece que lleva ahí toda la vida, pero es desde luego una impresión engañosa porque el sindicato anarquista vivió una larga y dura clandestinidad, perseguido, expoliado y victimado por sus enemigos de clase, por toda clase de enemigos externos e internos., Hoy el expolio continúa y un muro de silencio informativo se abate sobre sus inalienables siglas, castigando a quienes, empecinados en la libertad, siguen en sus trece negándose a aceptar unas reglas del juego dictadas y viciadas por sus adversarios de siempre.

La vieja plaza del Progreso siempre se sintió deudora de su antiguo nombre. En los años sesenta y setenta fue la "plaza roja", un lugar concurrido por progresistas de las más diversas adscripciones, gente huidiza que merodeaba por las puertas de la Unesco. "Los progres", fácilmente reconocibles por su barba, circulaban entre los bancos de la plaza intercambiando miradas de complicidad a la espera de que alguien bien informado les aclarase si se iba a producir por fin el concierto, la charla o el coloquio semiclandestino cuya cita había pasado de boca en boca como una contraseña en los ambientes propicios. Entre el "rojerío" y la "progresía" deambulantes se mezclaban agentes de la Brigada Político Social, la policía política, también con barba, auténtica pero postiza en lo que tenía de disfraz y camuflaje.

Había quien se jactaba de reconocer al primer golpe de vista a los intrusos bajo sus máscaras. El detalle de unos zapatos excesivamente brillantes en contraste con el desharrapamiento del resto de la indumentaria, un pañuelo rojo demasiado evidente al cuello o unos pantalones vaqueros con raya bastaban para estigmatizar y apartar como un- apestado al presunto infiltrado. Estos sabuesos antisabuesos no solían cambiar fácilmente de opinión, y al equivocarse condenaban irremediablemente al ostracismo a sus víctimas, cuyo único pecado en ocasiones era haberse quedado prematuramente calvos.

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La plaza de Tirso de Molina sigue conservando su personalidad, su esencia de mentidero marginal, zoco comercial y Patio de Monipodio que recoge los rumores y trasiegos del Rastro y del decadente centro de la urbe. Un ambiente que el imprescindible cronista Pedro de Répide retrató en ese mismo enclave antes del cambio de denominación. La plaza sigue hoy "frecuentada por una multitud pintoresca y bribiática". Bribiático, aclara el diccionario, viene de briba, alteración de "biblia", que en la jerga de los pícaros pasó a ser sinónimo de "sabiduría astuta". Los balcones de la casa del más bribiático de los cantautores, Joaquín Sabina, se abren a la plaza en reconocido homenaje a un barrio y a unas gentes que muchas veces se han abierto paso en sus canciones, en sus crónicas del lado picaresco de la villa y corte de los milagros y del birlibirloque.

En la plaza de Tirso de Molina abundan las tabernas, los mesones y las cervecerías. Un café ecléctico con vidrieras madrileñistas y afrancesados azulejos con motivos de Toulouse Lautrec compite con la variada oferta de raciones y bocadillos de Mariano. Entre los comercios de venta textil al por mayor que van copando los bajos de la plaza se mantiene incólume, inasequible a modas y diseños, la fachada de Herrero, establecimiento dedicado a la venta de bolsas y objetos de papelería, una fachada desnuda, económica, sin adornos de ninguna clase, una fachada que este cronista colgaría encantado en la pared de su casa con la firma de Amalia Avia o de Alcaín.

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