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Laberintos de otoño

¿Acaso es usted uno de los ciudadanos de esta villa, característica por su cielo azul, su laísmo, sus árboles, su débil curiosidad, su humor y sus tragaderas, con propensión a pensar al regreso de vacaciones que los numerosos volcanes, barrancos, géiseres, trampas y fosos de orquesta que siempre surcan su asfalto en septiembre se corresponden con la necesidad de mantener nuestro récord mundial de imprevisión en metro y aparcamientos?Pues desengáñese: un atento recorrido por el lado llamémosle operado de la ciudad inspira con rapidez la sospecha de que toda esta descomunal cirugía se corresponde claramente con otros designios de alta política. Y un contraste de los meandros de este que podríamos llamar laberinto de otoño con el de invierno -cuando la presión del malhumor y del tráfico obligan a tapar los huecos- revelan que hay un trazado, una ruta, un destino en esta herida anual en el rostro de la ciudad.

Una vez comprendido esto el vértigo asoma por la primera esquina (que en este caso concreto es la de Príncipe de Vergara con Goya). Pues las posibilidades son infinitas: ¿no podrían ser las zanjas la venganza de un jefe de obras del ayuntamiento, abandonado por una novia que ahora se ha casado con otro, y a la que pretende no dejarles dormir nunca en la parte de Cea Bermúdez, donde están buscando petróleo? (es aquello de ¿no querías sopa?, pues dos tazas). ¿No pueden ser estas obras el sutil boicoteo de los exámenes de septiembre por los estudiantes de la Complutense? (ha habido días en que a la universidad sólo se podía llegar en helicóptero). ¿No será que alguna de las concejalas con cara inocente del PP quiere cargarse a Manzano? (tiene todo el aspecto de convertirse en uno de esos alcaldes inmortales de las viejas películas de Hollywood). Cuantas más posibilidades, disminuyen las probabilidades de acertar.

Confieso que yo tenía mis preferidas y estudiaba con atención los enormes atascos de Goya o de Reina Cristina, hasta que sucedió lo de la lluvia blanca y me fue revelado que en realidad todas las posibilidades eran ciertas y respondían a un designio superior, empezando por la más clásica: si en verano el ayuntamiento nos recrea condiciones de atasco y promiscuidad es para no permitirnos ilusiones de libertad y movimiento con los nuevos espacios creados por las vacaciones ajenas y para recordarnos nuestra condición pequeña y humilde.

¿Recuerdan lo de la lluvia blanca? Fue a finales de agosto, de modo que quizá aún no lo sepan quienes llegaron con la última gran oleada, la que culminó nuestro nuevo récord de muerte en la carretera: un día llovió blanco. Bajo un sol ardiente y tenuemente gris como de los que sólo se dan en esta ciudad y en El Cairo, llovió lento y blanco -gris, en realidad-, y le dio a la ciudad una atmósfera extraña, con la gente en manga corta y helado en la mano, y el sol hiriendo los ojos, y esta lluvia que parecía sin duda anunciar algo; algo malo. No fue algo repentino, sino como si se hubiera estado preparando.

Pero ya estaban los científicos municipales analizando el fenómeno cuando comenzó a ocurrir algo distinto. Y es que una de dos: o las - cosas comenzaron a cambiar de tamaño, leyes y color -revistas devorando quioscos, actrices de cuarta impostando la voz en latín, cantamañanas fijando la verdad-, o es que a nosotros alguien nos había hecho algo en los ojos. No había forma de averiguarlo porque nadie que llegara a la ciudad dejaba de ver las cosas un poco raras: multitudes llorando por la calle a causa de la telenovela de siempre; metros y autobuses semivacíos como salones de ricos y calles atascadas de coches nuevos; políticos sentenciando filosofía y sabios venerables empolvados de olvido.Todo esto ya se sabe. El propósito de esta columna es dar cuenta de los primeros resultados de las investigaciones municipales: la lluvia blanca era caspa. Sí, caspa: lo que quienes se han equivocado de champú llevan en las hombreras en invierno. Saberlo ya es un paso. Ahora tal vez los científicos municipales averigüen el propósito del trazado del laberinto de otoñó y sus fenómenos ópticos que abolen la perspectiva.

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