Los adoradores del crepúsculo
Las palmeras de los jardines del templo se cimbrean en el destierro bajo un abigarrado cielo de tormenta y el viento silba una desapacible tonada crepuscular, pero los adeptos al culto solar de Amón Ra, que acuden todas las tardes a contemplar cómo su deidad se sumerge en el horizonte, confían en una corriente favorable que despeje las nubes para gozar ritualmente de un nuevo ocaso, del espectáculo eterno y gratuito, diariamente renovado, siempre igual y siempre diferente.La balconada que se abre a espaldas del templo de Debod es un belvedere privilegiado donde extasiarse a la puesta de sol. La de hoy es una puesta de sol dramática, arrebolada en nubes cárdenas y rosadas que reflejan los fulgores del astro rey en titánica pugna por tapar su gloria. Sentados al borde del estanque, tumbados en el césped o inclinados sobre la barandilla, los adeptos contemplan silenciosos e inmóviles la apocalíptica contienda. En el oasis de Debod podría decirse que se ha congelado el tiempo si no fuera por los perros que chapotean en el agua y los niños que, ajenos a la solemnidad del momento, corren y se persiguen entre los parterres.
Caprichosos haces de luz iluminan todavía algunos rincones del parque en el que las sombras van ganando terreno. Cuando el sol se vaya, los adeptos se dispersarán sin prisas, recogerán sus perros y sus niños y volverán a hablar en voz alta. En su desbandada pasarán junto al macizo y milenario templo egipcio que, por inescrutables avatares del destino, hubo de cambiar el majestuoso Nilo por el ínfimo Manzanares. El templo de Debod fue un regalo que los antiguos dioses le hicieron a Madrid. El poderoso Amón fue desahuciado de su secular morada por obra [hidráulica] de los hombres que, sin respeto alguno por el culto de sus ancestros, anegaron los terrenos sagrados. El templo, desmontado piedra a piedra, fue entregado por el Gobierno egipcio al español en los años sesenta. El rompecabezas fue montado pacientemente en esta explanada situada en la cumbre de la montaña del Príncipe Pío, un cerro estratégicamente situado en la frontera oeste de Madrid, junto al parque del mismo nombre que inicia o prolonga.
Su estratégica posición estuvo antes tomada por las instalaciones militares del Cuartel de la Montaña, construido en 1880 sobre una propiedad del príncipe Pío de Saboya. En el inicio de la última guerra civil, el Cuartel de la Montaña, cuya guarnición se había unido a la sublevación, fue asaltado por el pueblo en armas de Madrid y efectivos del Ejército leal a la República. Un episodio doloroso y sangriento que sería capitalizado por los hagiógrafos del bando vencedor a la postre pero aquí vencido.
Para acceder a su lugar de culto, los adeptos de la puesta de sol han de toparse con una insólita barricada, compuesta por cientos de sacos terreros petrificados, esculpidos al detalle por el paciente escultor que para completar su contundente obra estampó sobre el parapeto una figura vagamente humana y distorsionada. El conjunto monumental resulta más patético que trágico y más fúnebre que heroico, pero los visitantes del templo, superada la primera impresión, han aprendido a ignorarlo y suben por las escaleras que lo circundan con la vista en alto, avizorando las perspectivas del espectáculo celeste de la jornada.
El templo consagrado al dios Amón, en el siglo IV antes de Cristo, da la espalda a la puesta de sol, como si su titular aún siguiera enfurruñado por la imprevista y aparatosa mudanza. El primero en el escalafón de las divinidades egipcias, Amón de Tebas, se hizo aún más grande al asimilarse con Ra, el dios del Sol venerado en Heliópolis, pero hoy Amón Ra, en su exilio mesetarío, ha de contentarse con este culto suburbano y minoritario y con un solo guardián para su templo, un guardián, ni siquiera un sacerdote, más funcionario que pontífice, que se sienta en una silla de tijera a la sombra fresca del pórtico y hojea una revista frívola, inmune a la magia y pendiente del horario laboral.
El indispensable Pedro de Répide, sagaz cronista de todos los rincones de la urbe, se recrea en la singular panorámica que desde aquí se otea y escribe en su guía callejera: "Es el más bello mirador de Madrid, desde donde la vista se extiende y se recrea en la campiña carpetana hasta el lejano confín de la gallarda serranía, fondo sin par de las más fuertes pinturas velazqueñas". Hoy, a este anchuroso telón digno de Velázquez le han brotado unas excrecencias en forma de antenas de telecomunicaciones que rompen la alineación del horizonte; allí donde, según los adeptos al culto de la puesta de sol, en los días claros puede verse el azul del mar, el océano hurtado a la meseta, como un espejismo, una visión que sólo perciben los iniciados al cabo del tiempo, tras quemarse diariamente las pestañas afrontando los implacables destellos de Febo.
Para prolongar unos instantes más la magia y el misterio del crepúsculo, al abandonar el parque conviene tomar dirección Este y asomarse a la reja que protege el umbrío y severo jardincillo del museo Cerralbo, donde montan guardia, alineados en sus respectivos pedestales, los bustos mutilados y poderosos de anónimos dignatarios de la antigua Roma, que, aún desorejados o desnarigados, siguen emanando dignidad y nobleza en su secular retiro. El palacete que alberga el museo Cerralbo, construido en 1866 a instancias de don Enrique de Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo, es un edificio singular de armónicas proporciones que combina el ladrillo con la pizarra y la seriedad de su función pedagógica con un toque romántico que se respira también en sus dependencias.
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