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FERIA DE SAN SEBASTIÁN DE LOS REYES

El gozo de la nada

No ocurrió nada digno de mención y nadie se molestó por eso. El público pasó relajadamente la tarde, los toreros parecían gozar con la situación. La fiesta de los toros empieza a ser tranquila.Antiguamente producía fuertes tensiones con la vigorosa brega, la lidia de las reses poderosas, el peligro de sus encastadas embestidas. Y si los toreros, sobre salvarlo, las dominaban con arte, había en los tendidos gran conmoción, estallaba allí un delirante entusiasmo, el público llevaba al torero a hombros hasta la fonda, los aficionados salían toreando de la plaza y se pasaba la semana entera rumiando los más nimios detalles del acontecimiento.

Modernamente, cuando los toros empezaron a remitir su peligrosidad y, no se podían lidiar porque se les aflojaba la casta y carecían de fuerza, la afición protestaba con vehemencia, armaba unas broncas tremendas, exigía responsabilidades a los toreros, al ganadero, a la empresa, al presidente y al Gobierno entero, y alguno se quería suicidar a lo bonzo.

Giménez / Rincón, Ponce, Barrera

Toros de Giménez Indarte, chicos, sin trapío alguno, varios anovillados, astigordos sospechosos de afeitado e inválidos.César Rincón: estocada perdiendo la muleta (silencio); estocada corta y rueda de peones (silencio). Enrique Ponce: pinchazo hondo trasero, otro ladeado, rueda de peones y dos descabellos; se le perdonó un aviso (silencio); estocada trasera y rueda de peones (escasa petición, aplausos y salida al tercio). Vicente Barrera: bajonazo (dos orejas); medía y dos descabellos (oreja). Plaza de San Sebastián de los Reyes, 27 de agosto. 4ª corrida de feria. Dos tercios de entrada.

En el momento presente, en cambio, ya no importa nada de eso. Si el toro se cae ya se levantará; si no se puede lidiar, ya vendrán los derechazos; si los derechazos son malos, se suple con el reconocimiento a la presunta voluntad de los toreros para darlos buenos. Y si los toreros matan a la primera -por dónde es irrelevante- se les concede una oreja. La oreja resulta fundamental pues sirve para dotar a la corrida de un cierto valor, mínimo refrendo, y así, al volver a casa, los espectadores se salvan de pasar por tontos por acudir a corridas en las que ni siquiera hay orejas.

De estas orejas Vicente Barrera se llevó tres. La justificación se centró en que toreaba quieto y, además, vertical, gustoso, suave y pausado. No es que se tratara de una heroicidad con los toros que le correspondieron. Con esos toros, cualquiera de los espectadores presentes se habría atrevido a bajar y torear igual de quieto. No un servidor -preciso es reconocer-, pero no por nada sino por los nervios. Un servidor, por culpa de los nervios, es de los que nunca paran quietos, según se suele expresar.

Los compañeros de Vicente Barrera, pobrecillos, parecían un servidor, mal está decirlo. Por distintos motivos. César Rincón tenía la tarde espesa -de tal guisa lleva la temporada- y no podía con el remiendo de toros que le sacaron; incluso destemplaba las suertes y hasta pasó apuros. Enrique Ponce, terne en su empeño de torear con alivio, no conseguía acoplarse a las embestidas. Tiene justificación ya que realmente no existían embestidas en sentido estricto. Los toros de Ponce, como los cuatro restantes, se derrumbaban al recibir un somero picotazo, deambulaban moribundos, mordían la arena. Se ha dicho toros y no es verdad: novillos y gracias; o, a lo sumo, vacuno regordío, sin cara ni hechuras, mutilado de pitón.

Concluida la no corrida del no toreo y la inexistente lidia sin nada digno de mención, la gente se marchó tan contenta. Había visto tres orejas peludas. Tampoco es que le saliera barata la compra: las entradas valían un riñón. La barrera, por ejemplo, 11.000 pesetas. Aunque, bien mirado, ¿qué son 11.000 pesetas comparadas con la inmensidad de los mares?

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