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Tribuna
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Peces y calvos

A menudo, cuando llueve fino, pienso en esos pececillos tropicales que viven en acuarios de un metro cúbico y a quienes resulta indiferente el tamaño de su océano original. Dicen los entendidos que el cautiverio no les perjudica: ni se deprimen, ni se asustan, ni se vuelven mustios, ni siquiera añoran su patria, ya que estos seres, vivan donde vivan, nunca se alejan más de un metro de su lugar de nacimiento e ignoran que existe un más allá.En todo caso, este pez que narra (a su estilo urbanita e incierto) también ha vivido, y vive, en una especie de pecera, prisionero sin enterarse, aunque con la puerta abierta. Y eso lo cambia todo. De hecho, últimamente tiendo a salir un poco más a la calle y ya empiezo a notar que se disipa mi modorra. Buena cosa, en efecto, dado que la vida exterior ofrece situaciones muy interesantes. Por ejemplo: hace dos o tres semanas, un muchacho calvo tuvo que ser atendido en el hospital Puerta de Hierro después de que tres individuos le sacudieran en Hoyo de Manzanares. Parte médico: contusiones varias y traumatismo craneoencefálico.

Según declaraciones del agredido, él paseaba de madrugada cuando tres magrebíes le confundieron con un rapado (skin, en lenguaje internacional), y tras unas palabtitas..., pues eso: gresca del quince. Curiosa situación, en principio, aunque quizá no tanto, ya que estos casos tal vez

se repitan con más frecuencia de la que suponemos.

Desde luego, no soy partidario de arreglar cuentas a puñetazos, pero sí considero apropiado que las víctimas habituales se rebelen de vez en cuando y hagan morder el polvo a sus agresores. Eso sí: antes de defenderse a leñazos de un supuesto atacante, por muy calvo que sea, y para no liar más las cosas, considero imprescindible esperar a que le insulten a uno.

Personalmente, yo no tengo problemas con nadie, por que siempre voy, camuflado, y además sólo insulto de modo mental. No obstante, jamás olvido quiénes son mis contrarios: ejecutivos de salón, médicos, jueces, empresarios, jefes de personal, etcétera; es decir, la carcoma. Sin embargo, en la calle se suele seleccionar al enemigo con más precisión y se va más al grano, por así decir.

No es el caso de los skins, por supuesto, que también acaparan lo suyo: ellos odian a los hippies, a los chinos, a los negros, a los moros y, sobre todo, a os punkies, lo que dice mucho en favor de éstos.

Y hablando de punkies, conviene mencionar que no todos ellos llevan una cresta violeta y os pelos como enchufados a la corriente eléctrica.

Nada de eso: algunos, incluso son un poco calvorotas, como le sucede a Julio alias Niño.miembro a la sazón muy noble grupo musical Matando Gratix, conmovedor nombre de pila. Conocí al señor Niño a primeros de, agosto en cierto bar del sureste, en el barrio de Madrid que pisé por primera vez hace varios meses y al que hube de acceder mediante cita previa con dos hermanas de carácter muy incisivo. ¿Qué hacía yo por allí? Negocios, claro está, de tipo privado y espiritual, ya que en ocasiones debo tomar apuntes sobre el terreno.

El caso es que aquellas hermanas se portaron muy bien: permanecieron conmigo todo el tiempo en el bar y luego me escoltaron por calles terroríficas hasta una parada de taxis. Eran mis anfitrionas y, según las normas imperantes, se hubieran dejado el pellejo por defenderme, puesto que yo era un recomendado. No llevaban espuelas de milagro Y lo más curioso es que eran dos señoritas, con trabajo fijo, bastante guapas y todo eso, lo que daba gran morbo a la situación. Pero yo estaba hablando del señor Niño, el de Matando Gratix, músico, poeta, punkie y perturbador, y que casualmente conoce a mi amigo Josele, de Los Enemigos, que a su vez me fue presentado por un colega muy grande que yo tengo, éste, perteneciente a la créme (pabellón de caza incluido).

Aquella noche de agosto, resumiendo, el señor Niño llevaba tres pendientes en la oreja izquierda -la única que le miré- y demostró estar en plena forma. Muy socarrón Y además de eso, me hizo un pin (un delicado diseño de botella), y luego, a medianoche, se mosqueó un poco conmigo después de que le llamara una cosa fea por no reconcer una canción de los de Liverpool. Pero ya me está perdonando. Y no ocurrió más, ni siquiera a la salida, cuando me fui a buscar el taxi, sin escolta esta vez, con burbujitas en la cabeza y camino de la pecera.

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