En pos del azar
Muchos madrileños aprovechan el verano para visitar el casino de juego de Torrelodones
El fresco que baja de la sierra de Guadarrama penetra por las ventanillas del automóvil que conduce a una pareja de edad madura hacia Torrelodones. Comparten una sensación entre gozosa y extraña. Viajan hacia el casino Gran Madrid, el único de la Comunidad que admite el juego. Van al encuentro de un ambiente singular que buscan cada verano, y a jugar unos miles de pesetas a la ruleta.Poco antes de llegar al pueblo del torreón, en el kilómetro 29 de la autopista Madrid-A Coruña, se alza un edificio lujoso y compacto, tachonado de miles de luces. Manuel, de 55 años, ingeniero acomodado residente en Madrid, se pone nervioso al pensar en el rodar errático de esa bola que reparte o arrebatatanto dinero. Paquita cumple el rito veraniego de acompañarle al casino, aunque siempre piensa que esas pesetas que van a jugarse bien podrían haber servido para hacer un buen regalo a su hijo Paco, que está teniendo mala suerte con los estudios. Sus padres, precisamente, también buscan hoy cita con la suerte.
Una atmósfera de perfume caro y aroma de tabaco rubio suave parece envolver el recinto del casino: una dama elegante y escotada cruza entre mesas de bacarrá, black jack, y numerosas ruletas, de madera noble y metales sólidos, surgen cercadas por el verde liso y encendido de espléndidos tapetes. Las mesas parecen hacerles un guiño incitante. Alrededor de uno de estos altares consagrados a doblegar el azar observan el rostro de un selecto chino, To, de camisa holgada y corbata brillante; a su lado, un joven norteño de nombre Diego, no más de 30 años, casi dos metros de estatura, cabeza gruesa y lunar en el cogote; más acá, tres muchachos madrileños, Joaquín, Alberto y David, flanqueados por sus novias, que exhiben en la medida de lo admisible su ignorancia en las lides de la ruleta: les calma un jubilado de bigote blanco, Néstor, con camisa de rayas, que siempre apuesta lo mismo al mismo número: el 20. A su lado, Hamid, un árabe rico, pegado a un famoso actor español llamado Francisco, y Lev, un ruso impenetrable, de mandíbulas recortadas. Casi todos, menos los tres madrileños, muestran desenvoltura. Luego, tensan más los músculos cada vez que un croupier vestido de etiqueta pide a los presentes que hagan sus apuestas. Aplomo y porte asemejan al empleado del casino a Gary Cooper.
Un panel anuncia los números que han ido saliendo anteriormente. Las nuevas apuestas procuran alejarse lo más posible de aquéllos. Una sinfonía de fichas recorre el tapete verde contiguo a la ruleta, con vertido en un almacén ordenado con montoncitos de dinero redondo. Sobre la mesa hay más de millón y medio en fichas. Una porción respetable pertenece al ingeniero Manuel, que mira a su esposa creyendo ver en su rostro la fortuna. Los tres jóvenes madrileños observan al gigante norteño: Diego acaba de colocar en el cuartel del rojo el equivalen te a 280.000 pesetas. Lleva consigo, en la barriga, un fajo de billetes grandes unas cinco veces más pesado de lo que ahora juega. La bola está en marcha.
Algunos jugadores abandonan entonces la ruleta, mientras absorben despiadadamente el humo de sus cigarrillos. Miran de soslayo lo que en ella acontece. Unos mueven nerviosamente una pierna, como si de un conjuro se tratara; otros se alisan el cabello, y respiran. Una frase trunca el silencio con el que aguardan el destino de sus ahorros y caudales: "¡No va más!".
La bola da sus últimos brincos caprichosos. Las miradas siguen su curso. Algunos rezan. La bola vacila, rueda, salta y va a caer en una casilla: la del 2.
Néstor, el jubilado, canturrea una blasfemia. El chino sonríe. Diego, el gigante, resopla. El ruso calla. El árabe y el actor se esfuman. Y los tres madrileños, con sus novias, gritan y danzan. Paquita tira de la manga de Manuel. Era la última partida de la noche. Son las cinco de la madrugada.
Una fuente despide con el murmullo quedo del agua a los jugadores, abatidos o eufóricos, a la salida del casino. Atrás queda el edificio iluminado por mil reflectores. Madrid titila a lo lejos entre lucecitas anaranjadas.
Unos pocos visitantes han conseguido ponerle riendas al azar. Ese era el verdadero juego. Tal era el rito: jugarse algo más que dinero, quizá una cuota del destino, en el Gran Casino de Madrid.
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