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Tribuna:HACIA LA MONEDA ÚNICA
Tribuna
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España después del euro

El autor, uno de los "cinco sabios" alemanes, analiza la economía española y advierte que con la llegada del euro España deberá admitir importantes diferencias salariales con los países centroeuropeos, con mayor productividad

Cuando se firmó el Tratado de Maastricht en 1991, España no figuraba entre los candidatos a integrar el grupo de cabeza de la moneda única. La peseta estaba considerada como moneda débil, la inflación era alta y el déficit de las Administraciones Públicas (incluida la Seguridad Social) estaba fuera de control. España distaba mucho por aquel entonces de los criterios nominales de convergencia. Esta percepción negativa de lo que era la economía española, la calidad de su moneda y el estado de sus finanzas públicas ha quedado grabada de tal manera en la mente de los políticos y en la opinión pública de los países centroeuropeos, y particularmente de Alemania, que casi ha pasado inadvertido el cambio profundo, a mejor, del cuadro macroeconómico español en tiempos recientes.España ahora sí tiene posibilidades reales de clasificarse para la moneda única en la primera convocatoria. La tasa de inflación ha ido disminuyendo hacia mínimos históricos y con una media en torno al 2% en 1997 estará por debajo del valor de referencia. El diferencial en los tipos de interés a largo plazo se ha reducido notablemente (a menos de 100 puntos básicos frente al bono alemán), la cotización de la peseta dentro del Sistema Monetario Europeo (SME) se mantiene estable y el déficit público puede quedar controlado a finales de este año, justo en el nivel previsto en Maastricht (3% del producto interior bruto, PIB).

El que haya habido alguna "contabilidad creativa" de por medio se perdonará, pues casi todos los países, entre ellos Alemania y Francia se han servido de este método. Únicamente no disminuirá lo suficiente el tamaño de la deuda pública acumulada (las previsiones oficiales apuntan a un 66% del PIB en 1997); pero esto tampoco será obstáculo para aprobar el examen de reválida, puesto que el Tratado de Maastricht permite interpretaciones flexibles y son muy pocos los países que cumplirán con este criterio (Alemania no estará entre ellos).

Aun así, no deben echarse las campanas al vuelo. La pregunta obligada es si la economía española a medio y largo plazo no sólo aguantará los condicionamientos del euro sino si además acortará distancias con respecto a los países miembros más avanzados. Una cosa es que exista una convergencia en términos nominales (aunque sea relativa) entre los países participantes y otra que también haya suficiente convergencia real. De la teoría de áreas monetarias óptimas podemos deducir que el euro podrá manejarse sin mayores inconvenientes en países con un nivel de desarrollo económico, un potencial de crecimiento y unas estructuras productivas similares. Un grupo así de países podría adaptarse con relativa soltura a choques externos de demanda u oferta sin necesitar para ello variar el tipo de cambio, que ya no existirá.

La globalización de los mercados, por ejemplo, puede ser una y otra vez fuente de graves perturbaciones. Los costes de ajuste se distribuirían simétricamente entre países homogéneos, suavizando en cada uno de ellos los efectos adversos sobre la producción y el empleo.

La necesidad de la convergencia real es la gran ausente en el Tratado de Maastricht. Solamente hay una alusión indirecta a ella, con los fondos de cohesión, que en buena medida han sido destinados a España y han contribuido aquí a una modernización y ampliación de infraestructuras.

Una de las finalidades de estos fondos es precisamente la de acercar a los países miembros menos desarrollados a la media comunitaria antes de integrarse en el área de la moneda única. Según Maastricht, España dejaría de percibir transferencias por este concepto en 1999 (si bien el Gobierno español quiere evitarlo). Pero hasta entonces los niveles de productividad de la economía española, la capacidad competitiva de las empresas y el grado de diversificación de las estructuras de la producción y del empleo no se habrán alineado con los registros de los socios centroeuropeos.

Tampoco es probable que España deje de ser el país con la mayor tasa de desempleo en la Unión Europea (actualmente alrededor del 20% de la población activa, frente a un 11% como media comunitaria). El propio Gobierno, en su último Programa de Converencia para el periodo 1997-2000, prevé en el mejor de los casos un descenso de la tasa de paro hasta un 17,5% en el año 2000.

En el pasado, España pudo paliar algo carencias de este tipo, -devaluando la peseta-. Una vez sustituida la peseta por el euro, esta válvula de escape queda definitivamente cerrada. Aquí late un grave riesgo para la economía española: que se vea mermado su potencial de crecimiento y la capacidad de creación de empleo, en el sector privado concretamente, siga siendo demasiado limitada.

En estas circunstancias, el tipo de conversión de la peseta al euro adquiere singular importancia. Idealmente, debería reflejar los datos fundamentales macroeconómicos del país. Como parece que España mantiene estable dentro del SME la paridad central de la peseta, podría derivarse de allí la tasa de cambio apropiada (en el supuesto de que éste será el procedimiento que se aplicará en el momento de nacer el euro).

Pero el Gobierno español puede verse involucrado en un conflicto de intereses: por un lado, la industria exportadora y el sector turístico querrán un tipo de cambio con una última devaluación (implícita) de la peseta con el fin de iniciar sus andanzas en tiempos del euro con cierta ventaja competitiva, Por otro lado, las empresas que dependan en gran medida de la importación de materias primas (petróleo) y productos intermedios, y no digamos los consumidores, no pueden estar interesados en un tipo de cambio artificialmente subvaluado, debido a los alzas de precios que ello supondría.Es evidente que España no debe entrar en el euro con una peseta sobrevalorada (como hizo en su día al incorporarse al SME). Pienso, sin embargo, que una manipulación cambiaria de última hora tampoco sería buena. Iría en detrimento de la credibilidad internacional del país y no solucionaría el problema de fondo, el del atrasos en términos de convergencia real.

Con independencia de la utilidad o no de aplicar tasas de cambio correctas, el reto para España consiste, fundamentalmente, en sustituir el desaparecido instrumento del tipo de cambio por un mecanismo de precios y salarios flexibles y diferenciados. La condición de que el área del euro sea óptima podría satisfacerse también si la movilidad de la mano de obra entre los países comunitarios fuera alta. No es así, a pesar de que en el mercado único han desaparecido las trabas administrativas.

Es improbable que en el futuro los trabajadores españoles estén dispuestos a emigrar en gran número a regiones prósperas de la Unión (en el supuesto de que allí hubiera suficiente trabajo). Factores culturales y lingüísticos, tal vez también el entorno climatológico, no son propicios a la emigración.

Otra alternativa sólo podría consistir en ayudas financieras de fuera,.No creo que los países más avanzados, entre ellos Alemania, estuvieran preparados para dotar los presupuestos comunitarios (léase fondos estructurales) con suficientes recursos adicionales para destinar a zonas españolas económicamente débiles.

Toda la atención se centrará pues en el mercado de trabajo. Los sindicatos tendrán que mantener la evolución del coste laboral en consonancia con la productividad (adecuadamente corregida por el efecto incremental de los despidos) y en ningún caso deben de tratar de equiparar Ios salarios españoles a los centroeuropeos. Corrido el tupido velo de las monedas nacionales, quedará de manifiesto que los salarios en euros son más bajos en España que en Alemania. Pero eso tiene que ser así, mientras los niveles de productividad difieran significativamente. El lema de "a igual trabajo igual remuneración", que tanto gusta en círculos sindicalistas, es una falacia. Caímos en ella en Alemania Oriental tras la unificación, cuando los sindicatos presionaron hacia una rápida homologación de los salarios con los niveles occidentales, a pesar de que no era posible reducir al mismo ritmo las diferencias de productividad. Actualmente los costes unitarios laborales en la industria germano-oriental todavía están un 30% por encima de los costes en Alemania Occidental. A falta de un tipo de cambio propio, las variables de ajuste son el paro laboral, que es mucho más alto en Alemania Oriental (alrededor del 18%) que en Alemania Occidental (en torno al 11%) y holgadas transferencias financieras a cargo del Presupuesto Estatal. España debe aprenderse esta lección. Parece que le cuesta. Los aumentos salariales pactados en los recientes convenios colectivos (entre el 3% y el 5%) desde luego chocan contra la exigencia de controlar los costes unitarios laborales. En definitiva, el euro no traerá sólo alegrías consigo. Tampoco será una panacea de problemas económicos. España tiene que jugar según sus reglas. No serviría mucho saltar el listón de los criterios presupuestarios de Maastricht con un esfuerzo excepcional de un año, si no se sientan las bases para que la economía sea. competitiva y dinámica. Esto significa, para muchos empresarios y trabajadores, despedirse de la "mentalidad del subsidio". Para los sindicatos, resistir la tentación de luchas redistributivas mediante incrementos salariales desmesurados. Para el Gobierno, aplicar políticas estructurales que eliminen las rigideces del mercado laboral, desregulen más los mercados de bienes y servicios, intensifiquen la competencia en toda la economía y reduzcan la vulnerabilidad del sistema ante presiones inflacionarias.

Las políticas económicas deben crear un entorno favorable a las iniciativas privadas, a la formación profesional y a la innovación, que en última instancia es la única forma prometedora para ser competitivo en la UEM y en los mercados cada vez más globalizados.

Los retos son enormes, la lista de las necesarias reformas económicas es aún larga, con independencia de lo que ya se haya puesto en marcha últimamente. Pero España no es el único país comunitario que tiene tareas pendientes. Y como los demás, tiene que asumirlas con y sin Maastricht, si es que quiere seguir elevando los niveles de bienestar de la población.

Juergen B. Donges es miembro del Consejo alemán de Expertos Económicos, los llamados "cinco sabios".

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