Bob Wilson se identifica con Debussy
Los directores de escena importantes que trabajan para la ópera en los noventa parecen haberse puesto de acuerdo para medir su talento poniendo en escena Pélleas et Melisande de Debussy. Primero fue Peter Stein el que, desde Cardiff y con la dirección musical de Pierre Boulez, propuso una lectura poética y despojada que acabó llevándose un buen número de galardones internacionales como la mejor producción de ópera del año. Esa visión que muchos veían como definitiva ha tenido después tres ramificaciones que van aún más allá y abren nuevos caminos estéticos.Herbert Wernicke, desde La Monnaie de Bruselas, indagó en el lado expresionista, kafkiano y turbador de la ópera, poniendo al espectador por efectos de perspectiva y dominio del espacio en el fondo de un pozo donde habitaban unos grandes abejorros.Christoph Marthaler, desde la ópera de Francfort, se centró en aspectos hiperrealistas y en las conexiones con una cultura belga en que se pasaba de Maeterlinck a Delvaux o Magritte con una capacidad de evocación inquietante. Ahora, el Festival de Salzburgo reivindica, en coproducción con la Ópera de París, una versión de Robert Wilson que concentra toda su tensión en los personajes, a base de una utilización poética de la luz, de la fuerza del gesto congelado, de una geometría potenciada por la abstracción minimalista y de un lenguaje del movimiento capaz de desplegarse en una especie de ballet imaginario sin levantar los pies del suelo.
El encuentro entre la música de Debussy y la estética de Robert Wilson ha sido providencial. El director de escena norteamericano había realizado sus mejores trabajos para la ópera en títulos con una fuerte carga simbólica, como El castillo de Barbazul, de Bartok, y se había perdido en hallazgos superficiales en otros como Cuatro santos en tres actos de Virgil Thomson. A Wilson le va como anillo al dedo un tipo de música refinada, con cierto estatismo, no precisamente narrativa y con posibilidades evocadoras. Todo ello lo posee la partitura de Debussy. Por eso las sombras negras, los fondos planos de color variable, los objetos proyectados o esbozados en su más pura esencia y otros elementos del estilo Wilson brillan en Pélleas con una idoneidad total al servicio de la concentración musical.
Pélleas et Melisande ha sido para Salzburgo un acontecimiento. En primer lugar, por ser la primera vez que esta ópera se representaba en la ciudad. Parece increíble, cinco años antes de cumplirse el centenario de su estreno, pero es así. Y en segundo lugar porque tres de los artistas que figuran en los repartos están consiguiendo en estas representaciones uno de los puntos más altos de sus carreras: Wilson, con una estilización tan precisa como sugerente; Dawn Upshaw, como Melisande, en un cuidadísimo trabajo de dicción, fraseo y una falta total de afectación; y Sylvain Cambreling, en una lectura transparente -o feroz en el cuarto acto cuando la situación lo requiere- y compacta de la ópera, al frente de una Philharmonia de Londres extraordinaria. Con estas tres bazas el éxito estaba asegurado y así sucedió. Ni una protesta.
Hubo otros valores: la musicalidad del barítono lírico Russell Braun como Pélleas; el poderoso Rey Arkel de Robert Lloyd; la muy en su sitio Genevieve de Nadine Denize... Decía Susan Sontag que Pélleas es, junto a Wozzeck, el título más triste de la historia de la ópera. Puede que tenga razón. En las representaciones de Salzburgo se percibe más que la tristeza el éxtasis de estar asistiendo a un milagro. Por ello a nadie le extrañó que tras la muerte de Melisande su alma se pusiera en movimiento mientras el viento movía ligeramente los velos que la envolvían y la luz de escenario se iba difuminando hasta quedar reducida al resplandor de una lámpara. Era una llamada: a la esperanza y tal vez un homenaje de Wilson a Dreyer en Ordet. El cine ya tenía su milagro; la escenificación operística, gracias a Wilson, a partir de ahora también.
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