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Reportaje:PLAZA MENOR: LAS CORTES

El jardín de Cervantes

Ramón Gómez de la Serna, descubridor de los Más insólitos rincones de la urbe, en su rigurosa exploración de los confines entre la geografía y la geomancia, vino a parar muchas veces a esta plazuela ubicada en uno de los ángulos en los que confluyen la ciudad real y la ciudad mágica. El jardincillo de Cervantes, título de uno de sus artículos recogidos en Nostalgias de Madrid, forma parte de la orgullosa plaza de Las Cortes y es una excentricidad de la céntrica plaza, un enclave oscuro y mínimo entre las luminarias de los grandes hoteles del Parlamento. Según un razonamiento frecuente en la novela policíaca, para ocultar una cosa lo mejor es ponerla en primer plano y a la vista de todos, como este escueto monumento a Miguel de Cervantes que se oculta, enlutado de bronce, al fondo del parterre, entre setos deslucidos y árboles mustios en el centro político y geográfico del Estado.Este austero y humilde monumento consagrado al príncipe de las letras hispanas, el primero de los que se erigieron en Madrid a la memoria de Cervantes, surgió por iniciativa de un rey francés y desafortunado, don José Bonaparte. La estatua propuesta por Pepe Botella la mandó erigir Fernando VII, 20 años después, recogiendo las peticiones del ilustre cronista don Ramón Mesonero Romanos.

"Allí está el pairo", escribe el otro Ramón contemporáneo, "en plena Carrera de San Jerónimo, en un remanso frente a la circulación de lujo y la propensión a la política". Los huéspedes del Palace apenas pisan el asfalto cuando entran o salen del hotel a cuyas puertas les deposita o les espera un vehículo. Los diputados cruzan desde el Congreso al emblemático hall del lujoso establecimiento bordeando el parterre, y los turistas que deambulan por las calles del centro a la busca de hallazgos arquitectónicos o históricos casi nunca reparan en este rincón que pertenece a otro mundo, al barrio de las Musas, de las Tablas y de las Letras, donde aún deambulan los fantasmas de Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo, que tuvieron allí una morada antes de que vinieran a profanar sus fronteras los huéspedes de lujo y los padres de la patria.

El jardincillo de Cervantes permanece casi intacto, escondido para albergar parejas de enamorados, paseantes dubitativos, filósofos jubilados, poetas insomnes y vagabundos alcoholizados. "El", sigue diciendo Ramón, "siempre recoleto, biombal, protegiendo al que quiere esconderse del alud o de la asechanza".

La estatua del príncipe arrinconado es obra del escultor Antonio Solá, que la proyectó en Roma y la fundió en Alemania, adelantándose más de un siglo a las directrices del mercado común europeo. El pedestal lo ilustran relieves de Piquer que muestran diversos episodios del Quijote. Don Miguel, que ciñe su espada de Lepanto, mira con el rabillo del ojo a sus felinos hermanos en el bronce, los dos leones que vigilan las puertas del Congreso y sobre cuya profesionalidad volvieron a expresarse ciertas dudas después del 23-F.

A estos fieros leones, fundidos con el bronce de los cañones arrebatados al enemigo en la guerra de África, les sobra orgullo, al fin y al cabo su materia prima proviene de una guerra perdida. Durante casi 40 años, fueron estos broncíneos felinos leones de circo a las puertas del domesticado hemiciclo de Franco que profanó su ágora. Este templo de impostadas hechuras clásicas abre su fachada con media docena de falsas columnas corintias que cargan con el peso de una tonelada de patrióticas alegorías, un delirio de piedra a cargo de la febril musa del escultor Ponciano Ponzano. En el centro del frontispicio, una robusta y prudente matrona que representa a la patria se aferra a la Constitución como si quisieran quitársela, lo que ha ocurrido más de una vez, y a su alrededor pulula un coro de figuras simbólicas.

La insultante iluminación de un nuevo hotel situado a sus espaldas desvanece las confortables sombras del jardincillo cervantino y ramoniano. Rodeado de gigantes luminosos y desvelado por el campaneo del nuevo carillón de Plus Ultra, don Miguel sigue dando cobijo y consuelo a su desvalida grey. Como escribe el nostálgico Ramón, en este jardincillo nadie necesita llegar a inmortal porque "el elevado en su pedestal es el compadre del que está abajo y le dice como un remedio: muy ensalzado ahora, pero padecí tu hambre de hombre temeroso".

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Saliendo del Palace, el jardincillo emerge como un frágil espejismo de sombra que anuncia los umbrales de un barrio intemporal y nocturno que despierta con la puesta de sol, barrio de fisgones y teatros, de farándula y pandereta, la tramoya de la historia de Madrid y de España que se representó en el escenario al aire libre del Prado, barrio de poetas y funcionarios, de funcionarios poetas y de poetas funcionarios que rimaron y escenificaron los principales episodios históricos o cotidianos de un imperio en perpetua decadencia. El cercano edificio del Ateneo de Madrid sirvió también como privilegiada sala de ensayos para las grandes representaciones políticas de finales del siglo XIX y principios del XX.

Lo más airoso de la negra estatua de Cervantes es la capa cuyo vuelo no basta para darle unas alas que no necesita. Qué mejor apostadero para un observador tan fino como el que le proporciona este discreto pedestal plantado junto a una encrucijada vital de la vida del país. Un balcón perpetuo a dos pasos del ajetreo de la Carrera de San Jerónimo, que por algo se llama carrera, como apuntara el omnipresente Ramón, para el que el jardincillo es la mejor de las terapias contra las tribulaciones de la vida ciudadana: "Todo puede ir mal, podemos tener la vergüenza de no ser un prebendado, tememos a los que no acaban de entendernos, las cuentas van mal, la ciudad se nos enturbia un poco y entonces nos escondemos un momento en el jardincillo de Cervantes y con eso basta".

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