Objeción de eficiencia
LA DEBILIDAD de la Administración pública española, con sus molestas consecuencias para los ciudadanos, aparece de vez en cuando perfectamente retratada en algún acontecimiento insólito, fuera de lo común o simplemente chocante. El caso del objetor Luis Íñigo Paarman, absuelto por la Audiencia Provincial de Madrid del delito de negarse a la prestación social sustitutoria, es uno de ellos.La absolución está motivada por el hecho incontrovertible de que Luis Íñigo fue requerido por el Estado para cumplir tal prestación más de dos años después de serle reconocida la condición de objetor, cuando la ley, en este caso reglamento de la Prestación Social, de 1988, establece un plazo máximo de un año para tal requerimiento. La sentencia constituye un precedente legal muy importante para los 105.000 jóvenes que están a la espera de cumplir la prestación sustitutoria, aunque, naturalmente, no todos ellos serán llamados fuera de plazo.
La Audiencia se ha limitado a aplicar la ley y ha actuado correctamente, en cuanto que su sentencia es también una llamada de atención al Ministerio de Justicia para que procure ajustar sus actuaciones a los procedimientos que perjudiquen menos a los ciudadanos. Es paradójico que sea el Ministerio de Justicia quien incumple las normas jurídicas en este caso y da pie con esta vulneración a un precedente peligroso. No se puede pedir a un ciudadano que cumpla las leyes cuando es la Administración quien previamente las conculca, y esta contradicción vergonzosa para los servidores públicos, que son los primeros obligados a respetar las normas establecidas, es la que ponen en evidencia los tribunales de justicia.
Pero, sobre todo, el caso demuestra la falta de seriedad con que desde la Administración se ha enfocado el problema de la objeción de conciencia. Desde el principio, los Gobiernos han aceptado la objeción como una cuestión secundarla y marginal, un mal inevitable de menor cuantía. Como conecuencia de esta visión minimalista y trasnochada de la cuestión, el Gobierno no ha previsto las plazas de servicio social necesarias para atender las peticiones. El resultado de tal imprevisión es el caos organizativo, 105.000 jóvenes esperando a que la Administración, en algunos casos fuera de plazo, les requiera para cumplir con la prestación sustitutoria y un precedente jurídico que derivará probablemente en una cascada de reclamaciones ante los tribunales por este retraso. Porque, aunque el reglamento en que se fundamenta la sentencia absolutoria esté derogado, según el Gobierno actual, los jueces entienden que no se puede tener en listas de espera sin plazo ni expectativas a personas que, por su edad, están en un periodo crucial para buscar empleo o dar los primeros pasos en su experiencia profesional. Esta doctrina absolutoria está firmemente avalada por el Tribunal Supremo.
El Gobierno anuncia ahora, como si nada hubiera pasado, que habrá una nueva Ley de Objeción de Conciencia pasado el verano de este año. Bienvenida sea si contribuye a resolver el embrollo actual. Pero debe quedar constancia de que no estamos ante un problema de orden legislativo, sino de competencia y eficiencia de la Administración. De nada servirá acumular sesudos cambios normativos, utilizados con demasiada frecuencia para montar el espejismo de que "algo se está haciendo", si al mismo tiempo no se prevén las plazas suficientes para que los objetores presten los servicios que establece la ley.
La sociedad española en pleno sabe, al parecer con la excepción del Ministerio de Justicia, que la objeción de conciencia ha dejado de ser la reivindicación de una minoría para convertirse en un fenómeno de amplia repercusión social.
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