Alma sin ángel
El abuelo Ray es casi tan tacaño como el tío Chuck (Berry): su presencia en el escenario del Festival Johnnie Walker madrileño apenas superó los 60 minutos. Pero Charles no llega a las profundidades de desprecio por su arte que han hecho notorio a Chuck, capaz de actuar con músicos locales, incapaces de seguir sus idiosincrasias, simplemente por ahorrarse unos dólares: Ray Charles se presentó con una orquesta de 17 miembros aunque, como se verá, eso no fue la panacea.Ray Charles edita discos ocasionalmente pero hace años que ha dejado de ser un artista vital: pertenece a la categoría de celebridades, esas personas disponibles para publicidad de lujo que nada tienen ya que demostrar. Y ésa es nuestra pérdida: el tipo desarrolló su magia en los años cincuenta, cuando cargó de energía sexual las músicas de iglesia, y en los sesenta, con sus abrasadoras lecturas de clásicos del country; pero resulta triste que en los últimos tiempos no haya intentado relanzar su carrera, aunque eso signifique recurrir a los consabidos discos de duetos (una fórmula que él probó eficazmente con Betty Carter y con muchas estrellas de Nashville. En plan de soñar, tampoco sería desechable una vuelta al jazz instrumental, cuando tocaba con el vibrafonista Milt Jackson o se enfrentaba a los magníficos arreglos de Quincy Jones.
Ximo Tébar
Ray CharlesCentro Cultural Conde Duque.Madrid, 24 de julio
Son viejas quejas que el padre del soul ni se digna considerar. El artista que hizo del crossover, de la conquista de mercados supuestamente ajenos, una práctica deslumbrante, se contenta hoy con explotar el circuito de las viejas glorias sin muchas finuras: estuvo en la lista negra de Naciones Unidas por actuar en Suráfrica ignorando el boicoteo cultural internacional.
Le tocó al trío del guitarrista Ximo Tébar abrir y lo hizo con entusiasmo, aunque su música se perdía con la luz del día en un escenario tan enorme. Su serpenteante versión del So what, de Miles Davis, hizo desear oírle en un ambiente más propicio.
La espera del maestro
La big band de Ray Charles entretuvo la espera del maestro con cuatro números tibios que evidenciaron de qué iba a cojear el concierto: una orquesta letárgica, parcamente sonorizada y poco predispuesta a desmelenarse. La estrella del espectáculo llegó entre las consabidas presentaciones hiperbólicas y enseguida demostró su pasmosa exuberancia vocal y hasta cierta voluntad de explorar la tímbrica de su teclado electrónico. Sin embargo, tales dones prodigiosos llegaban como desvaídos entre un acompañamiento convencial del que sólo destacaba un comedido guitarrista.Por el contrario, el repertorio evitó obviedades -escasearon sus éxitos- pero no consiguió despegar a pesar de que el público estaba dispuesto a aplaudir todo y batir palmas a la menor oportunidad. El planteamiento de un concierto tranquilo logró apagar los entusiasmos de unos espectadores que habían pagado hasta 5.500 pesetas por el lujo de disfrutar de un artista antaño visceral. La salida de las Raelettes, cinco damas aparentemente vestidas con pintura dorada, tampoco arregló mucho: difícilmente se podría encontrar un coro tan soso en una iglesia de Georgia, el Estado natal de Ray. La canción de despedida, que hacía el número doce en las que Ray se dignó cantar, fue What'd I say sonó infinitamente menos excitante que las esforzadas versiones que acostumbraban los conjuntos hispanos a mediados de los sesenta.
En su autobiografía, notable por su sinceridad, Charles explicaba con lucidez su atracción por las drogas y su vida sexual: confesaba que disfrutaba enormemente si sus admiradoras se montaban un cuadro erótico delante de él. Un ciego con semejante imaginación no debería conformarse con esta rutina.
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