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Tribuna
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El otro

Manuel Rivas

Era nacionalista vasco. Nada de medias tintas. Independentista. Para él, ese fin justificaba los medios, incluida la guerra contra el Estado español. En esa dinámica, el Estado, el enemigo, había ido adquiriendo en su mente las dimensiones de un gran pulpo mutante. Ese bicho hostil tenía múltiples caras. Desde los que él llamaba txakurras hasta la anciana que iba a comprar lechugas con un lazo azul. Desde el Rey hasta el ex compañero hastiado que se dedicaba a la apicultura. Desde los cargos electos hasta el profesor libertario que había cuestionado la mitología patriótica. A este último, él mismo le había enviado por correo un paquete con vísceras de animales. El enemigo, en fin, era todo lo otro. Un militar, un magistrado, una librera o un jardinero de la Alhambra. Todos ellos pasaban por ahí, por ese deslugar llamado conflicto. Y él estaba del otro lado. Preparado también para la, guerra psicológica. Las condenas tenían un efecto analéptico, restablecían sus fuerzas.Entregada al combate, había que proteger con loriga la conciencia nacional. Para ello era necesario aparcar la conciencia personal. Asociaba la felicidad como un tranquilo encuentró entre esas dos conciencias. Una canción. El cincel de un escultor. Tierra en las uñas, después de plantar un árbol. Un cuento incandescente. En esos instantes pensaba que también cada persona era una nación, una geografía de carne, un paisaje del alma. Pero esa conciencia humana había que mantenerla a raya, mientras tanto. De lo contrario, la maldita alma puede volverte loco. Como ahora. Había estado enfrente de los que pedían la libertad de Ortega Lara, insultándoles como parte del enemigo mutante. Sin embargo, sentía su liberación como si él mismo hubiera salido del zulo. Respiraba su aire. Estaba feliz. Pero nunca se lo podría decir a nadie.

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