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Tribuna:TRAVESÍAS ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Los historiadores

Antonio Muñoz Molina

Por una afortunada coincidencia, me llega al mismo tiempo el últi mo libro de Gabriel Jackson y la noticia de la publicación en Inglaterra de una selección de ensayos de Eric Hobsbawn. Ahora que me doy cuenta, al escribir juntos sus dos nombres, resulta que Jackson y Hobsbawn tienen en común algo más que su profesión de historiadores y que su ideología abiertamente ilustrada y progresista: los dos proceden de la Europa central y judía que dio al siglo algunos de sus nombres más brillantes, y sus dos destinos se han hecho en la interacción de esa formidable herencia intelectual y vital con las persecuciones feroces de los totalitarismos que aniquilaron para siempre aquella Europa, borrando de paso algunas de las mejores promesas de civilización que han alumbrado el mundo. (Se puede hacer el cálculo de las vidas y de las cosas que el totalitarismo y la guerra han destruido: pero no es menos triste la contabilidad imposible de todo lo que impidieron que naciese). Hay una tercera semejanza que se me acaba de ocurrir, y que tampoco puede ser casual: tanto Jackson como Hobsbawn son dos aficionados pasionales a la música, y han escrito cosas admirables sobre ella. Gabriel Jackson resulta ser tan erudito en la vida y en la obra de Mozart como en los tristes avatares de la República española. Hobsbawn, historiador insuperable de las revoluciones europeas, publicó durante muchos años, con seudónimo, crónicas espléndidas sobre la música y los músicos de jazz, y es autor de uno de los libros donde más cosas pueden aprenderse sobre la materia, The jazz scene, en el que se combina con perfecta amenidad el oficio riguroso del historiador con el entusiasmo del aficionado.El último libro de Gabriel Jackson se titula Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX; el de Hobsbawn, del que sólo conozco por ahora una reseña, On History. En estos días cuando se aproximan las vacaciones, los periódicos suelen recomendar novelones llamados de evasión, pero yo no conozco mejor lectura de largo aliento que la de algunos libros de Historia. Dice Francisco Ayala que a él la literatura de evasión no le evade nada, que lo que evade de verdad es leer a Proust. Abrir el libro de Gabriel Jackson, tan reciamente encuadernado, tan nutrido de páginas, de nombres, de reflexiones, de experiencias humanas, es una perfecta promesa de evasión, pero no hacia las nieblas narcóticas de la pereza mental, sino hacia la anchura abrumadora del tiempo histórico que nos ha precedido y del que estamos hechos.

En Civilización y barbarie Gabriel Jackson cuenta la historia europea del siglo XX tan rigurosa y casi tan enciclopédicamente como la contó hace unos años Eric Hobsbawn en The brief twentieth century, y, lo mismo que él, lo hace con una escritura enérgica y precisa y con una voluntad de comprensión que se extiende por igual a los hechos políticos que a la tecnología y a las artes y a la vida cotidiana de la gente, y que tiene como base una explícita posición intelectual y política. Vindicar la historia en estos tiempos ya es en sí mismo un atrevimiento intelectual: la moda posmoderna sugiere que el conocimiento es innecesario, y además imposible, porque no hay hechos objetivos, sino discursos o textos que sólo se remiten circularmente a ellos mismos; también está de moda sembrar la confusión entre lo real y lo ficticio, alegando que la inteligencia y los sentidos humanos no son capaces de alcanzar esa distinción. Turbas de profesores universitarios, en Europa y América, secundan con devoción eclesiástica tales naderías, convenientemente adornadas de jerga francesa. Pero lo que parece, en la superficie, una simple moda de sofisticada vacuidad, encubre en el fondo una posición política: si la realidad no puede ser conocida, los horrores y los abusos contra los que el instinto de justicia se rebela pueden ser otros tantos discursos más o menos inexistentes, sin asideros ni anclajes en el mundo real. Si el conocimiento objetivo es inalcanzable, da igual afirmar que negar las matanzas de Hitler, las de Stalin o las de Pol Pot. Una vez, durante un almuerzo deprimente en Santiago de Chile, me vi enredado en una fatigosa discusión con un joven crítico literario que ironizaba, muy posmodernamente, sobre mi anticuada convicción de que es posible establecer juicios de valor acerca de las cosas, e incluso otorgarles alguna realidad exterior a la percepción subjetiva. Cansado de lejanías, mareado de conversaciones con desconocidos y de eternos almuerzos literarios, hice un último esfuerzo mental y le pregunté al crítico si consideraba, por ejemplo, que los chilenos torturados en las cárceles de Pinochet habrían tenido la opción de dilucidar si su dolor era un hecho objetivo o uno de tantos discursos arbitrarios, equivalentes entre sí, mera niebla de palabras. Incómodo un instante, rígido en su traje azul marino, aquel primer espada de la crítica me contestó: "Bueno, en Europa ustedes tienen ideas muy exageradas sobre el régimen de Pinochet: le llaman siempre dictadura...".

Por supuesto que el conocimiento veraz de las cosas no es una tarea simple: nadie tiene una conciencia más clara de esa dificultad que un historiador o un científico. Contra corriente, contra viento y marea, Gabriel Jackson y Eric Hobsbawn cultivan la historia como un relato necesario de los progresos y los sufrimientos de los seres humanos, de la megalomanía de los tiranos y la abyección de los súbditos, de la evidencia de que las cosas deben y pueden mejorar y de que no es lo mismo la dictadura que la democracia, el oscurantismo que la libertad de conciencia. A quien ha padecido la tortura o el hambre no pueden contársele selectas frivolidades universitarias acerca de la inutilidad de discernir lo real de lo ficticio. Quien ha vivido en persona, como Jackson y Hobsbawn, algunas de las mejores esperanzas y de las amenazas más negras del siglo XX, sabe que el estudio de la historia no es una garantía contra los errores del porvenir, pero sí un poderoso instrumento de lucidez en el presente. En noviembre de 1918, Josep Plá anotó en su Cuaderno gris."A mí lo que me gusta de la historia es leerla en la cama". No se me ocurre mejor compañía para la holganza de las tardes de verano que un libro de alguno de esos historiadores de la estirpe de Gabriel Jackson y Eric Hobsbawn.

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