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Una doctrina aberrante

Cuando finalizaba el año 1930, el intelectual español por antonomasia, José Ortega y Gasset, publicó en El Sol uno de esos artículos que todo intelectual habría deseado escribir por lo menos una vez en la vida: tenso, vibrante, perfecto de tono, directo a su objetivo, un verdadero modelo de intervención en la política que, para colmo, tuvo efectos inmediatos. El director y el intelectual en cuestión fueron despedidos del periódico y el Gobierno, bajo las órdenes directas del Rey, obligó a un cambio en la propiedad de la empresa editora.No bien habían pasado cinco meses, la Corona rodaba por las calles de Madrid. Un artículo, un solo artículo, un alboroto fenomenal, y no ya un Gobierno sino un régimen por los suelos. Por supuesto, Ortega, ni una legión de intelectuales que le hubiera seguido, no fue responsable del fin de la Monarquía constitucional, liquidada siete años antes por un golpe de Estado militar, mal que les pese a quienes ahora propalan esa majadería de que fueron los intelectuales del 98 y del 14 los que quebraron la tradición liberal española. Pero a Ortega le salió un artículo tan redondo que enseguida le atribuyeron efectos taumatúrgicos: el régimen se había caído por la fuerza de un publicista, símbolo del poder de la prensa.

Y eso es exactamente lo que el ministro de Comunicaciones ha jurado que no volverá a suceder nunca más en España. Se disputaba entre entendidos si el intervencionismo extremo del Gobierno -nada menos que imponer, como dicen sus socios comunistas, un único electrodoméstico al conjunto de la población- obedecía a su situación de debilidad o era más bien una manifestación de la inmutable esencia autoritaria de la derecha española; si era producto de una fiebre pasajera o síntoma de una enfermedad crónica. Y el señor Arias-Salgado nos ha sacado de eludas: no se trata de una decisión coyuntural, sino de impedir que "en el proceso político intervengan otros poderes que no sean los directamente elegidos por el pueblo". Lo que el ministro pretende con su tozudez monomaniaca es cercar con una alambrada una zona de protección especial en la que los elegidos por el pueblo no tengan que habérselas más que con el pueblo que los elige.

Si el ministro hubiera querido definir con menos palabras un elemento básico del totalitarismo no habría podido encontrar una fórmula más feliz. En el proceso político tal como se desarrolla en las sociedades abiertas y democráticas, sociedades sin alambradas, el pueblo no elige directamente a nadie; quienes eligen son ciudadanos que se informan, reciben y emiten opiniones, critican, aprueban, debaten en eso que llamamos esfera pública. Son los lugares de la palabra: las logias, los clubes, los cafés en que se encontraban los románticos; las tertulias, los ateneos, las redacciones de periódicos, las instituciones de conferencias y debates que promovieron los liberales. Palabra hablada, palabra escrita y sólidos soportes institucionales y empresariales para que llegue a los ciudadanos e influya así en el proceso político: tal es la trama de las sociedades abiertas.

Pero este Gobierno tiene miedo a la palabra libre que pueda arrebatarle esos 300.000 votos de los que pende su futuro. Su misma idea de un pueblo sediento de chorros de fútbol servidos por el televisor le obliga a protegerlo para que no se desvíe del recto camino. Pervirtiendo la venerable doctrina de la división de poderes, este retoño de Arias-Salgado afirma que como "nadie puede tener más poder que el Gobierno", el Gobierno está obligado a pulverizar los poderes de la sociedad. No se percata de que con tan aberrante doctrina nos devuelve a los tiempos de Ortega, cuando España era el problema y Europa la solución. Pero, en fin, que no cunda el pánico: el régimen no se va a caer, pues, a diferencia de aquellos tiempos, España ya es Europa, aunque el ministro de Comunicaciones necesite un curso intensivo para acabar de enterarse.

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