Hogueras de San Juan
El final de la temporada, del curso, del año transcurrido en un desasosiego de tareas, perdido en la velocidad del tiempo de la vida adulta, trae noches tibias de luna llena y hogueras o recuerdos de hogueras en vísperas de la fiesta misteriosa de San Juan. El año tiene un final algo milenarista y apocalíptico en las bacanales del 31 de diciembre, pero ahora, por San Juan, parece que termina de otro modo, con una suavidad como la del aire en las noches aún frescas de junio, con un sentimiento no de terminación matemática, de fatalidad de 12 campanadas, si o de tránsito gradual, de cambio casi inadvertido entre la primavera y el verano. Cuando yo era niño, la noche del 23 de junio se encendían grandes hogueras en las plazuelas y en los descampados y se cantaba la canción de la Tía Tragantía, hija monstruosa y apócrifa del rey Baltasar que condenaba a muerte a quien tuviera la desgracia de escuchar su voz o sus pasos en alguno de aquellos callejones sin más iluminación que las bombillas de las esquinas. Más antiguamente, me han contado, la noche del 23 de junio era también la más adecuada para celebrar un conjuro que aseguraba la curación de los niños con hernia, o con quebrancía, para usar una palabra mucho más hermosa, aunque perdida: había que hacer pasar al niño, desnudo, entre las primeras ramas bifurcadas de un granado.Las hogueras de San Juan se, fueron perdiendo a medida que aumentaba el tráfico en las calles, y en cuanto a las supersticiones de nuestra ignorancia y nuestra pobreza pareció que también se iban a perder según avanzaban la escolarización y la asistencia sanitaria. No contábamos con el triunfo de la cultura oficial convertida en una rama populista de la antropología ni con los esfuerzos educativos de la televisión, que difunde cada día las predicaciones de los quiromantes, videntes, futurólogos, ufólogos, curanderos, y a veces incluso hasta psicopedagogos. Gracias a los esfuerzos combinados de todos ellos, la racionalidad sigue siendo minoritaria y sospechosa, y cualquier gesto de civilización o de progreso puede ser desacreditado como una intromisión en los ámbitos sagrados del sentir ancestral. Cuando digo civilización y progreso no me refiero a nada abstracto: me parece, por ejemplo, que progreso es tratarle a un niño la hernia o la quebrancía en un hospital en condiciones, y no haciéndole pasar a medianoche por el horcón de un granado, y que un acto urgente de civilización sería abolir todas y cada una de las fiestas que trazan, a lo largo y a lo ancho del secado veraniego español, una geografía del embrutecimiento de los seres humanos jovialmente dedicados a hacer sufrir a los animales. Hace poco, creo que en un pueblo de Castilla, a manera de comienzo de la temporada, unos bestias se dedicaron a emborrachar con whisky a una vaca, que murió, supongo, entre estertores y carcajadas, con esa expresión de pavor que hay en los ojos de los animales cuando se ven enfrentados a la crueldad humana. Hasta hace no mucho, las ideas de izquierdas proscribían tales abusos, atribuyendo su origen a los efectos destructores de la ignorancia y del atraso: ahora, en muchas ocasiones, resulta que ser de izquierdas consiste en sumarse con alborozo a este tipo de juergas sanguinarias, dado que ya no son indicios de una barbarie que irá desapareciendo cuando se generalicen el bienestar y la instrucción pública, sino testimonios de una cultura popular que es más valiosa porque brota espontáneamente y viene de un tiempo inmemorial. demás, como ahora se ha puesto de moda denostar lo "políticamente correcto" sin definir previamente lo que significa ese término, cualquiera justifica con la mayor desenvoltura la sinceridad de sus inclinaciones, desde las más inocuas a las más impresentables, lo mismo la afición a los cigarrillos sin filtro que a las peleas de gallos, el sarcasmo hacia los eufemismos de los servicios sociales que el abierto des precio por los homosexuales o por las mujeres:
-Yo es que no soy nada políticamente correcto. ¿Es políticamente correcto preferir la medicina al curanderismo, los buenos modales al encanallamiento colectivo, la escuela al carnaval? En Estados Unidos, cuna de la political correctness, hay quien determina, en nombre del respeto igualitario hacia toda creencia, que los mitos primitivos sobre el origen del mundo tienen el mismo valor que los descubrimientos de la Física, y que entre la Astrología y la Astronomía no hay más diferencias que entre dos credos religiosos más o menos afines.
Mientras escribo anochece en Granada la víspera de San Juan, y el organismo encargado en Andalucía de la formación del espíritu vernáculo-folclórico-nacional, el llamado Canal Sur, anuncia en el telediario las celebraciones ancestrales que tendrán lugar esta noche, organizadas y subvencionadas por las concejalías, consejerías y diputaciones pertinentes: las hogueras, los conjuros, que en mi infancia eran todavía testimonios de un mundo crepuscular, las últimas persistencias de un tiempo abolido en casi todas partes, ahora se han convertido en actos culturales y oficiales, en ejercicios de animación sociocultural (sic) o de antropología más o menos fantástica costeados con dinero público y cumplimentados con la inapelable seriedad de los expedientes administrativos.
Yo imagino que si la izquierda y la derecha españolas se afilian con tan calurosa unanimidad a cualquier residuo de ancestralismo debe de ser porque en tales festejos y supersticiones hay valores ocultos que cierta gente rara, entre la que me cuento, no acaba de advertir. ¿Será que uno es políticamente correcto o que es políticamente incorrecto? Dentro de un rato, cuando termine de escribir, saldré a la calle y es posible que vea de lejos, brillando en la oscuridad, alguna hoguera patrocinada por la Concejalía de Educación o por la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía. Pero la noche azul oscuro, la Luna aún casi llena y el aire fresco de junio me traerán una parte intacta del miedo y la emoción infantil de las noches de San Juan.
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