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La quietud del gesticulador

Basta recordar su perfil de condottiero de prostíbulo en la primera película suya que atravesó la censura del fascismo franquista (Arroz amargo) para concluir que era fundado el sambenito que le colgaron algunos gendarmes del purismo del cine italiano: "Ese Vittorio Gassman sigue haciendo teatro". Pero, a quienes le vimos sobre un escenario dominar a su antojo el vendaval del Orestes de Alfieri, este anatema contra su teatralidad nos sonó a música. ¿Que Gassman sigue haciendo teatro? Pues claro. Como Charles Chaplin, por ejemplo, que jamás dejó de hacerlo.Pero, por terquedad y por la incorporación al equipaje de su oficio de tretas que le dieron destreza en el aguante de la mirada de la cámara, Gassman se salió con la suya y siguió actuando a su manera escénica radical, y con ella encandiló las pantallas. Lo más fértil lo aprendió en un aparte que, en el rodaje de Rufufú, le regaló el inmenso Mario Monicelli: "Vittorio, sobreactúa cuanto te venga en gana, pero cuando la cámara te esté tomando no aceleres ni agolpes los gestos. Pasa de uno a otro dejando una pausa en medio. El ritmo de la lente es algo más lento que el de la retina [ésta se mueve a más de 24 fotogramas por segundo], y, si quieres que el espectador coja todo lo que haces, has de darle tiempo para que acople la mirada a la imagen". Y añade Gassman: "Así aprendí a dominar el exceso de expresividad heredado de la escena, comprendí las delicadas alquimias de la cámara, la necesidad de transportar la mirada, en lugar de lanzarla como una pedrada para que atraviese el proscenio". Y en eso, en transportar la mirada, reside el milagro que hace Antonio Resines en su asombrosa composición de La buena estrella.

El talento sin equivalente -tiene parentesco con el de otro diablo de la pegada escénica dominada, Charles Laughton, a quien conoció y admiró- que Gassman aporta al cine proviene de la sujeción desde dentro de la avalancha de signos que vierte hacia fuera y de la velocidad que imprime a su instinto de adueñamiento del espacio. Algo innato en él rechaza el sobo de la cámara y pide a ésta que le abra campo y le deje trazar en él rutas propias y rodeos gestuales que parecen hojarasca, pero que, a medida que el relato avanza, le permiten desplegar una estrategia de despojamiento progresivo del personaje y librarlo así de adherencias, cuya caída hoja a hoja desnuda el tronco de la construcción. Es el Gassman de Perfume de mujer, La escapada, La familia, Sleepers. Y, más cerca, el asombroso Jordi Mollá de La buena estrella.

Gassman (como Federico Luppi, Harvey Keitel, Fernán-Gómez, Erland Joseplison, Richard Burton y otros eminentes gesticuladores) es de la estirpe de los dueños (a veces déspotas) de la abundancia, intérpretes cuyo rostro llega, sin dejar sabor en quien los contempla a esfuerzo, siempre más allá de donde alcanza la inventiva del guionista que tienen detrás y de la temeridad del realizador que tienen delante. Rossellini le dijo -la única vez que trabajaron juntos- que prefería callar y dejar que él se autodirigiese, que es lo que Stanley Kramer, Frank Borzage y Victor Fleming solían hacer cuando dirigían a Spencer Tracy, monarca del reino de la expresividad torrencial, milagro del gesto ante el que Gassman percibió una vez aquel célebre silencio que creaba a su alrededor cuando pasaba, simplemente cuando pasaba.

Es este silencio la respuesta con que actores como Gassman (o, más cerca, Resines y Mollá) galvanizan a quienes le ven actuar más cerca que nadie, porque están actuando a su lado. Nunca Sordi y Mastroianni (como Maribel Verdú en La buena estrella) necesitaron afinar tanto como cuando tuvieron que ingeniar una réplica gestual a Gassman que éste no devorase en su contrarréplica. Los virtuosos de la gesticulación son amos del espacio que les rodea, incluso cuando están, como Resines en La buena estrella, quietos. Y la quietud de Gassman electrizará la calma académica del Premio Príncipe de Asturias cuando vaya a recogerlo en otoño.

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