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FESTIVAL DE TEATRO DE SITGES

Triunfo del montaje de Peter Brook y naufragio del 'Hamlet' bielorruso

Basta pronunciar el nombre de Peter Brook para seguir congregando multitudes en sacra comunión teatral. Así se vivió el viernes en Sitges la presentación de Oh, les beauxjours!, de Beckett, con un respeto casi místico pese al insoportable calor de una sala convertida en sauna. Un gran espectáculo, sobrio, elegante, magníficamente interpretado, fiel al dictado de Beckett, que no defraudó. Sí defraudó, en cambio, el Hamlet del Teatro Nacional de Bielorrusia, de una antigüedad casi decimonónica en sus planteamientos escénicos.

Oh, les beaux jours!, un casi monólogo que se cuenta entre las obras mayores de Samuel Beckett, presenta a la protagonista enterrada hasta la cintura, inmovilizada en un montículo de tierra. Un personaje que, pese a la conciencia de su estado, mantiene sus ridículas acciones cotidianas, que le permiten afianzarse en su minúscula felicidad, uña felicidad sincera e incomprensible en un inmenso desierto de soledad que apenas comparte con un segundo personaje, prácticamente invisible al púbico, pero también a la protagonista, ubicado tras el montículo, que apenas emite unos pocos gruñidos y con el que, sin embargo, la protagonista mantiene una intensa relación de dependencia y afecto. En la segunda escena, la mujer aparece enterrada hasta el cuello y, sin embargo, todo sigue igual y seguirá igual cuando desaparezca.Propios de la literatura beckettiana, los personajes de Oh, les beaux jours! son sujetos reconocibles, en este caso, si se quiere, un matrimonio burgués; pero lo que va creciendo a su alrededor, a medida que transcurre la pieza, es una metáfora cósmica del hombre que ni hace preguntas ni ofrece respuestas, simplemente plantea enigmas que deben ser leídos, como las cartas del tarot, dejando en libertad la inteligencia en un espacio que es intersección de la historia y la filosofía. ¿Manipular a Beckett? Tratar de hacerlo, cuando todas y cada una de sus acotaciones son de una precisión quirúrgica, es totalmente absurdo; sólo se puede empobrecerlo, desviarlo hacia la anécdota. Algo que Peter Brook sabe de sobras, por lo que lo ha seguido al pie de la letra, esa letra pequeña del contrato que delimita todas las salidas para acabar hallando la libertad de creación.

Natasha Parry, la intérprete, recordaba en la rueda de prensa que al empezar a ensayar Oh, les heaux jours! había temido acabar enloqueciendo. No es simple retórica de actor, porque el trabajo que se le exige es de una minuciosidad, de una complejidad, de una profundidad que sólo le permiten evitar la caída al abismo suspendiéndose en el aire como una mota de polvo.

Enterrada hasta la cintura primero, hasta el cuello después, sólo le queda bordar los detalles para mantener la tensión con la platea.

Tal vez la única crítica posible se deba más a la recepción del espectador que a la propuesta de Peter Brook, alguien que aquí inspira tanto respeto que se le ve a él más que a su montaje. El resultado es que se acaba dando más valor a la forma que al contenido. Nadie lee sino el milagro de la estética, la luminosa presencia de la mano del santo Peter Brook, la sacra interpretación de Natasha Parry, y hasta las risas se tiñen de respeto ritual.

No despertó las mismas expectativas el Hamlet del Teatro Nacional de Bielorrusia, pese a tratarse de un Shakespeare y proceder de un conjunto de países que son de una solvencia teatral demostrada. Es evidente que no había a priori elementos de juicio para que la sala estuviera medio vacía, pero al final resultó que llevaban la razón quienes decidieron cenar plácidamente en una terraza de Sitges antes que someterse de nuevo al calor, esta vez menos sofocante, del teatro Prado. Pese a la calidad de los actores, que en otros parámetros estéticos hubieran podido entusiasmar al público, Hamlet fue una demostración de antigüedad próxima a los dramas medievales del siglo XIX, con cotas de malla y referencias góticas que daban imagen de guiñol.

Imposible hallar rastro de la lectura que proponía Valeri D. Anisenko, la de la historia de su país, tierra de tránsito de ejércitos, como los de Fortimbrás, mientras se debate en la duda del ser o no ser.

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