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Techno a 30º

Calor, expectación y sorpresa en la primera jornada del festival Sónar

Jacinto Antón

El festival Sónar 97, dedicado a la música electrónica y al arte multimedia, abrió ayer sus puertas a mediodía en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Desde el primer momento, una corriente incesante de público, entre el que figuraban desde amantes del techno hasta profanos y curiosos deseosos de ponerse al día, entró en los diferentes espacios del recinto para disfrutar o sorprenderse con la amplia oferta: conciertos, instalaciones, mercado de discos, ropa y tecnología musical, proyecciones y conferencias, entre otras actividades. Por la noche, más de 4.000 personas habían estado en el CCCB y se esperaban otras tantas para los conciertos en el pabellón deportivo de la Mar Bella, la otra sede del Sónar.Eran las tres de la tarde y el sol caía a plomo sobre el patio del CCCB, el escenario, las carpas de bebidas con el anagrama de Red Bull y los plátanos que aguantaban como podían el calor y la sesión de trip-hop y house que se marcaban bajo el fuego los tipos de Dj Panic, heroicos. Los árboles perdían hojas aceleradamente. Techno a 30 grados. Un variado público en estado de catalepsia inducida a medias por la temperatura y la música se había distribuido alrededor del escenario, instalado en la zona al aire libre entre el CCCB y el Macba. Una joven con más anillos en la cara que una cortina de baño agarraba como una maza su botella de litro de agua Fontvella dispuesta a defender su precaria zona de sombra a toda costa. Innecesaria exhibición de fuerza, pues nadie parecía capaz de moverse.

"Fiu", lanzó un individuo oculto tras unas gafas que parecían la ranura de un buzón. "Ah", respondió otro con una diana naranja trazada primorosamente en el corto pelo. "Me voy al chill out, tíos", zanjó un tercero embutido en una camiseta tan estrecha que no le cabía ni el sudor.

El chill out era un grill. A ver: estaba a tope, no pasaba una brizna de aire, el toldo concentraba el calor y el mobiliario consistía en una serie de gruesas butacas tapizadas de damasquinado y con cojines. Toma trance. Sonaba una música hipnótica punteada, diríase, por las gotas de sudor que golpeaban rítmicamente el sucio suelo al caer desde el rostro de una chica enorme y semidesnuda desparramada sobre una otomana.

Todo el mundo parecía disecado, pero, tras sus gafas, observaban al recién llegado con sospecha no exenta de hostillidad, o a lo mejor era calor. La estrategia consistía en hacerse un sitio y tratar de fundirse con el paisaje, a lo camaleón. Al cabo de un rato, dejaban de mirarte. Desde la butaca, en el centro del chill out, la perspectiva revelaba: a) Tres jovencitos que parecían salidos del Tuset Street de un universo paralelo y enloquecido, luciendo zapatillas de deporte con plataformas vertiginosas y camisetas de colores que perfilaban cuerpos andróginos de los que surgían miembros lánguidos y pálidos. b) Una pirámide de comida basura tras la que se ocultaba una chica con un sol tatuado y cuatro moños que se liaba un porro. c) Una monumental extranjera cimbreante que logró el imposible fenómeno de aumentar la temperatura del recinto en varios grados. Había que salir de ahí.

De vuelta en el patio, la temperatura parecía haber descendido, por comparación. Pinchaban ahora Overman. La tarde se mecía en su technopop premeditadamente simple de texturas sonoras de baja definición, signifique eso lo que Dios quiera. Uno de los Dj llevaba la cara pintada con unas rayas que le daban aspecto de Spiderman, y parecía preocupado, quizá porque la música le salía muy igual, desde una perspectiva profana. Pasaron dos cuarentones canosos y uno comentó que aquello le sonaba a Deodato; el otro le hizo callar inmediatamente y miró a su alrededor con preocupación, por si les había oído alguien.

Empezaba a llegar más gente y el Village se animaba. El público se dividía entre los que adquirían discos y adminículos varios y los que se quedaban mirando la oferta con cara de perplejidad. En una caseta (Phrenetic) se vendía un grueso chaleco de lana que de momento no parecía tener mucha salida; en otra, el modelo de una foto lucía un gorro forrado de piel, digno de Tamerlán, para un rave en Xanadú. En la caseta de Bom Opera Mundi un cartel animaba "baila o muere", con lo que estaba cayendo fuera. La mitad del Village estaba ocupada por una impresionante exhibición de tecnología: un Sonimag techno en el que jóvenes de afilado perfil de hackjers navegaban con deleite.

Eran las cinco de la tarde, comenzaba a correr un airecillo y el público, que ahora ya hacía cola a la entrada del CCCB, deambulaba disfrutando al descubrir la extensa oferta del Sónar. En el vestíbulo, bajo tierra, la oscuridad brindaba un apunte de lo que sería la noche, promiscuidad incluida.

En el auditorio se estaba fresquito y pasaban unos vídeos colosales. La entrada a las instalaciones multimedia del primer piso era como la casa de la bruja en versión Neuromante. Una chica, agobiada, quiso huir y tropezó con varios cuerpos que no se pudo saber si eran usuarios de la primera instalación o parte de ella. Un chino probaba el fotomatón rockero de Sergio Caballero. Los espacios de música, vídeo y CD Rom a la carta y el club Internet estaban llenos. Decenas de jovencitos espantosamente mudos y serios parecían otear en las pantallas un destino intenso e intranquilizador. En el vestíbulo sonaba el concierto de Metal Artefact. Comenzaba el baile.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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