¡Asombroso triángulo!
La buena estrella
Dirección: Ricardo Franco. Guión: Ángeles González-Sinde y Franco. Fotografía: Tote Trenas. Música: Eva Gancedo. España, 1997. Intérpretes: Antonio Resines, Maribel Verdú, Jordi Mollá. Madrid: Lido, Roxy, Vaguada, Pompeya, Benlliure, Acteón, Liceo, Renoir y Princesa.
Hay que buscar en el último tramo del cine dirigido por Ricardo Franco el hilo de continuidad (interrumpido por un filme intermedio irrelevante) entre el sombrío documento sobre la caducidad humana que hay en la suave negrura de Después de tantos años y la vigorosa ficción sobre la fragilidad humana que_ hay en la adorable ternura, amarga y seductora, dolorosa pero anegada de humor, de La buena estrella.
Aquel seco puñetazo ilumina esta húmeda caricia; y uno y otra se proclaman creaciones que sólo pueden identificarse si se. percibe el elegante tacto que en ambas su director deja impreso en la distinción de la secuencia. Raramente surge una genuina película de director-autor en el rasero (entre adocenado y envanecido) de nuestro cine actual, pero La buena estrella, aunque filme de encargo, es de esa especie, pues la identidad de su filmador se materializa en el indefinible fluido del tempo creado por él y en' el que las restantes autorías se engarzan en un entramado introceable
Ante un filme que da indicios de esta excepcionalidad, la corroboración de que no es un espejismo la encontramos, por un lado en la sensación de libertad que sus tres asombrosos. intérpretes respiran y, por otro, en que las composiciones de estos se conjugan de una manera o de otra (a través de gozosos vaivenes emocionales) según a quien o a quienes dan en cada momento sus réplicas, de forma que, cuando entre ellos se encaran, se aupan; y al afirmarse cada uno, reafirma a los otros.
La buena estrella es un juego de actores Creadores tan suelto pero tan exacto, que desvela lo hay en ese fluido que les permite flotar en un tiempo secuencial con tanta precisión como ligereza: una prodigiosa elaboración invisible o una densa transparencia que presupone, porque sólo de ahí puede proceder, verdadera dirección de talla autoral. Poner por consiguiente donde merecen estar (en un olimpo de este mundo) a Antonio Resines, Maribel Verdú y Jordi Mollá, supone añadir que se llevan a él a Ricardo Franco, pues la manera de mirarlos de éste tiene tanta capacidad de contagio que inunda y secuestra la, nuestra.
El director, con la (desde ahora tierra firme de nuestra escritura de cine) Ángeles González-Sinde, compone pri. eminente guión que -con mínimas carencias: la hermana y el cuñado de Resines son muletas sin apenas entidad propia- gradua maravillosamente el tierno desgarro del triángulo que cuenta. Y que luego, con la cámara adueñada del centro de su hermosa geometría, galvaniza a los tres intérpretes y situa sin énfasis su electricidad a la altura de nuestros ojos, dejándonos en ellos un derroche de pudor, humor y amor.
Y ahí (y no en virguerías estilosas encubridoras de falta de estilo) hay que buscar la autoría del director, dueño de una idea intransferible (y no obstante transferida) de la interioridad de comportamientos que nos elevan a las alturas de los asuntos mayores de la vida. Franco deja que, sin usurpárselo, Jordi Mollá, Maribel Verdú y Antonio Resines, le roben a tumba abierta su estado de gracia. Y lo que comienza con aires de esperpento canalla, se adentra después en meandros de las tripas de la comedia, luego deriva (con sacudidas durísimas resueltas con seda) a un recodo de la tragedia y, finalmente, conduce a no sé qué plácido infierno, tan de éste mundo que duele y regocija indistintamente, pues nos reconcilia con todo lo que huele (incluso si apesta) a humano.
Porque esta desgarrada y cautivadora metáfora de amor entre un manso casquero castrado, una maternal puta tuerta y un macho macarra zurrado, no cuenta un cuento de despojos humanos, sino una verdad de humanos despojados: tres náufragos de la especie que nos conciernen de lleno, aunque los guapos amos del mundo sean acobardados cortos de vista que se niegan a darse cuenta de que todos pertenecemos a la gloriosa tribu de las ruinas a la deriva de un viejo y apaleado, pero indestructible, animal sonriente y sentimental.
Babelia
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