Esta vez porque sí
EL GOBIERNO de Aznar dio ayer una muestra más de su concepción autoritaria del poder con el nombramiento de Eduardo Fungairiño como fiscal jefe de la Audiencia Nacional. El Consejo Fiscal había rechazado su candidatura en tres ocasiones por unanimidad. Muchos juristas entienden que el Ejecutivo ha violado probablemente el estatuto del ministerio público, pero en todo caso ha roto la tradición que consideraba vinculante el pronunciamiento del Consejo en materia de ascensos.El nombramiento de fiscal jefe de la Audiencia Nacional entra en el ámbito de responsabilidades del Gobierno, a propuesta del fiscal general y "previo informe del Consejo Fiscal". Pero a la vez, este cargo exige que su titular tenga rango de fiscal de sala del Supremo, y los ascensos dentro de la carrera son competencia del fiscal general, "conforme a los informes del Consejo Fiscal". Esa mínima diferencia en el texto legal había sentado la doctrina de que el parecer del Consejo Fiscal tiene carácter consultivo en materia de nombramientos y vinculante en cuestión de ascensos. Cardenal se ha saltado olímpicamente esta interpretación, a la que él mismo se apuntó en sus primeras entrevistas. Y todo ello para servir en bandeja al Gobierno el candidato que quería, bajo el patrocinio directo del ministro de Interior.
Sabido es que las leyes son susceptibles de interpretaciones contradictorias. Pero incluso si pudiera retorcerse el texto hasta el punto de no considerar vinculante el pronunciamiento del Consejo Fiscal, un sentido mínimo de la prudencia política hubiera desaconsejado al Gobierno nombrar a un candidato que en tres votaciones del Consejo Fiscal había obtenido cero votos. Salvo que Aznar lo haya entendido como un pulso personal, y ya se sabe cómo se las gasta en materia de pulsos.
Según parece, no fue bastante el traspié que ya sufrió el Ejecutivo con la candidatura de Luis Manuel Poyatos, antiguo fiscal del Tribunal de Orden Público franquista y asociado a una secta ultraderechista. Ahora ha preferido romper directamente las reglas del juego, sin apelar siquiera a un cambio legislativo. Resulta coherente que las dos asociaciones que agrupan a los fiscales lo hayan interpretado en términos de reto a la carrera y anticipen un posible recurso contencioso-administrativo ante el Tribunal Supremo.
El Gobierno premia con un ascenso a un fiscal sancionado por ocultar un informe pericial al juez, y lo hace en el propio órgano jurisdiccional en el que Fungairiño cometió su falta. Una sanción -en este caso una multa de 50.0.00 pesetas, que Fungairiño ha recurrido- no tiene por qué significar en ningún colectivo la muerte profesional del sancionado; pero tampoco hace a este último precisamente merecedor de premios. Es sabido además que Fungairiño -cuya capacidad profesional no está en cuestión- mantiene actitudes semejantes a las de los llamado los fiscales rebeldes de la Audiencia Nacional, uno de los cuales, María Dolores Márquez de Prado, vio ayer truncado su propósito de eludir el traslado por sanción hasta que la Audiencia Nacional se pronunciara sobre su recurso. La sala correspondiente ha dictaminado que debe cumplir su sanción sin esperar a que se resuelva el fondo del asunto.
Tras haber quitado de en medio a la víctima del motín -el anterior fiscal jefe, José Aranda-, el Gobierno ha decidido poner al frente del barco a uno de los amotinados, en una gran lección de pedagogía política. ¿Por qué razón? La única plausible es la de la eficacia de Fungairiño en la lucha contra el terrorismo. Pero una lógica de este tipo puede servir para explicar su permanencia en la Audiencia, no su ascenso.
Un viento de intolerancia se ha llevado con enorme rapidez los buenos propósitos electorales del PP sobre la autonomía del ministerio fiscal. La decisión sobre Fungairiño supone un estreno premonitorio del nuevo fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, un nuevo fiasco de la minístra de Justicia, Margarita Mariscal de Gante, y sobre todo una muestra más del respeto que tiene este Gobierno a la ley. La crisis de la justicia no escampa, sino todo lo contrario. En sólo unos meses, el fiscal general se ha convertido en poco más que un delegado gubernativo ante los tribunales.
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