De fuego y oro
El convento de la Encarnación fue concebido como parroquia palaciega y edificado para conmemorar un acontecimiento que a sus beatísimas majestades don Felipe III y doña Margarita de Austria les pareció digno de júbilo y celebración y que posteriormente habría de juzgar la historia, que no la crónica cortesana, como infausto y luctuoso: la expulsión de 123 familias moriscas que habitaban en las cercanías del Real Alcázar. En la estela de los Reyes Católicos, su cristianísimo descendiente, que fuera el primer monarca nacido en Madrid, no paró hasta darle los últimos toques a la limpieza étnica emprendida por sus ancestros.Los moriscos, descendientes de los anteriores dueños de la ciudad, afincados en el barrio de La Morería, zoco de excelentes artesanos y mercaderes fueron despojados de sus pertenencias y expulsados de sus propiedades en cumplimiento del fatal edicto. El cuarto de los Felipes que había confirmado la capitalidad de Madrid llevándole en esto al menos la contraria a su valido el duque de Lerma llevó hasta tal extremo sus pujos de pureza religiosa y étnica que en una ocasión ordenó levantar una cruz, como monumento conmemorativo para dar gracias al dios de la intolerancia por haber enviado un rayo devastador que convirtió en cenizas un aduar sarraceno afincado en uno de los arrabales de la ciudad, ahorrándole el trabajo purificador al cristianísimo monarca. La esposa del rey, aún más fanática de la pureza religiosa y de sangre, fue la inspiradora de la edificación del convento de monjas agustinas, recoletas y descalzas que tomaría el nombre de La Encarnación, misterio preclaro de la religión católica, contundentemente rebatido por los infieles mahometanos que negaban la divinidad de Jesucristo como encarnación terrenal de la segunda persona de la Trinidad. Para convencer a su esposo de la oportunidad de edificar tal monumento conmemorativo, doña Margarita, que moriría nada más iniciarse las obras, le puso como ejemplo el monasterio del Escorial, que su suegro Felipe II había ordenado levantar para celebrar la victoria de san Quintín sobre los franceses, gesta mucho más esforzada desde luego que la de la expulsión de la indefensa morisma.
La discreta apariencia exterior de la iglesia no se corresponde con la relevancia y significación que tuvo en la corte imperial y así se lo señalaron en su momento, guardando las distancias, algunos cortesanos a la reina que les respondió: "No importa, yo la enriqueceré". Ni qué decir tiene que doña Margarita cumplió su promesa. Entre los más fastuosos presentes que recibieron las monjas figuraban las primacías de unas minas de plata recién descubiertas para que se hiciera un arta donde guardar el Santísimo Sacramento el Jueves Santo.
Las primeras monjas agustinas ingresadas en el nuevo cenobio no iban precisamente descalzas y su condición de recoletas no tardaría en ser desmentida por los hechos. Eran, por supuesto, nobles y jóvenes, poco o. nada interesadas en la vida monástica, infelices doncellas cuya virginidad debía ser preservada en su retiro monacal mientras no apareciera *en el horizonte un buen partido dispuesto a usufructuar aquella mercancía intacta dentro del matrimonio.
Felipe III, aunque madrileño, nunca incorporó en su real persona el carácter de los nativos de la Villa y Corte y vivió entregado a las prácticas piadosas con un exacerbamiento cercano a la necrofilia hasta el punto de que una vez que estaba enfermo ordenó que le trajeran a su lecho el féretro con los restos de un piadoso varón madrileño muerto cuatro siglos antes que llegaría a ser patrono de la ciudad. San Isidro debe su canonización- y por tanto su patronazgo a haberse acostado de corpore insepulto y exhumado, en el lecho de su majestad y haberle sando.
Desmintiendo lo del palo y la astilla, al piadoso Felipe III le salió un hijo golfo y erotómano, trotaconventos y asaltacamas. Las galerías subterráneas que unían el real alcázar con el monasterio y que a su padre le servían para dirigirse discretamente a su lugar de oración y de penitencia, las aprovechó el hijo para preservar el incógnito en sus escapadas nocturnas. Felipe IV solía irrumpir con nocturnidad, alevosía y prepotencia en los conventos de la Encarnación y de San Plácido (el de las endemoniadas), a través de túneles y pasajes secretos, pero no precisamente para orar sino a trasnochar, galantear y holgar con las aburridas y aristocráticas novicias. Al convento de la Encarnación habían donado sus padres la cama donde se había producido su alumbramiento (encarnación) y por lo visto el nuevo rey debía tenerle querencia.
La iglesia del convento, una de las más hermosas de Madrid, fue obra del arquitecto Juan Gómez de Mora, artífice también de la plaza Mayor de Madrid, aunque fue reformada con notable gusto en el siglo XVIII por Ventura Rodríguez, que le dio un elegante toque neoclásico que no rompe la armonía, renacentista y un punto barroca, creada por Mora. Pese a su reducido tamaño, el templo es de armoniosas proporciones y guarda en su interior primorosas pinturas y esculturas. El fresco de la bóveda de la capilla mayor fue pintado por Francisco Bayeu y Vicente Carducho y los que representan escenas de la vida de san Agustín por los hermanos Luis y Antonio Velázquez. A ambos lados del altar mayor se alzan las efigies de san Agustín y de su madre, santa Mónica, obra del imaginero Gregorio Hernández.
Más humilde aún por la confrontación con la magnífica estatuaria de la iglesia, en un rincón del templo, se levanta la discreta talla de san Pantaleón, cuya sangre conservada en una ampolla se licua y vuelve a solidificarse ante los piadosos ojos de sus devotos cada 27 de julio. Un milagro sin trampa ni cartón gemelo al de san Genaro en Nápoles.
A las puertas de la iglesia se levanta hoy la pedestre estatua de Lope de Vega, en una pose hierática muy poco acorde con la inquieta y bullidora trayectoria de un poeta tan zascandil o más que Felipe IV. La plaza de la Encarnación es un rincón céntrico pero apartado, un acogedor refugio junto a la explanada dela plaza de Oriente.
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