La manta
En la acera más elegante de la calle de Serrano, entre dos joyerías, hay un mendigo postrado sobre una manta tan deteriorada que no serviría siquiera para cubrir un buen cadáver en el asfalto. El mendigo exhibe un letrero escrito a mano en el que relata su desgracia esperando que la caridad caiga en una caja de cartón abierta a sus pies. En ese momento la caja no contiene ni una sola moneda. Pasan caballeros encorbatados y al parecer muy honorables, chicas perfumadas con bolsas de tiendas exclusivas, madres de derechas con su hija adolescente bellísima, y, en medio de ese enjambre dorado, un tipo marginal vende La Farola con sumisa educación y una joven pordiosera pide limosna persiguiendo varios pasos con la mano tendida a los peatones más mollares. El mendigo está postrado de rodillas, con los brazos en cruz, y entre sus pertenencias ' además de la manta llena de pulgas, se puede contar un cazo de aluminio. En ese instante, a este cristo viviente, que no es un mimo, después de una larga sesión de patíbulo, le entran ganas de orinar. Abre los ojos y, aprovechando los brazos abiertos, se despereza como si despertara de un largo sueño.Enfrente se halla la Biblioteca Nacional, con un jardín a sus espaldas. Antes de cruzar la calle, el mendigo le grita a la joven pordiosera y al tipo de La Farola: "Eh, tíos, echadme un ojo a la manta, que me voy a alivíar". Ambos le contestan que estarán al tanto el tiempo que haga falta. Estos colegas se toman el trabajo de policía con un celo semejante al de los guardas jurados que defienden con sendos pistolones las dos joyerías vecinas: se plantan junto a la manta y vigilan, aunque sin armas. Un perfumado gentío de ricachones pasa por esa acera de Serrano y ninguno percibe que es atentamente inspeccionado con una mirada recelosa por dos mendigos. Éstos consideran que cualquiera. de esos ciudadanos tan lustrosos es capaz de robarle la manta a un pordiosero. Para ellos, todo el mundo está bajo sospecha. Cada uno defiende sus joyas, que pueden ser diamantes o pulgas.
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