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Ceguera de la política

Hace varios años me lo señaló un profesor extranjero, con ocasión de una investigación compartida en España: nunca había encontrado un país en donde se mostrara tan claramente la incapacidad de pensar las comunicaciones, la televisión especialmente, como economía y empresa, y en donde la política deformara hasta tal punto la óptica en este campo. Se evidenciaba así la pesada herencia del franquismo y de su prolongada manipulación de la televisión como poder partidista, lejos de todo interés de Estado y de toda concepción de servicio público.La política de comunicación de los Gobiernos ucedistas y socialistas ha estado aquejada durante las dos últimas décadas de este mal. Sin embargo, el Gobierno del Partido Popular, con su frenético ritmo de decisiones en el año transcurrido, ha puesto de manifiesto ese síndrome más intensamente que nunca. El cable y el satélite, dos tecnologías fundamentales en las que España ocupa uno de los últimos puestos de Europa, son también terrenos privilegiados de prueba de esa ceguera política.

En las telecomunicaciones por cable, los Gobiernos socialistas fueron incapaces de generar una regulación que impulsara ese sector hasta la ley pactada al final de la anterior legislatura. Pero el Partido Popular, que se negó a apoyarla y desencadenó una ofensiva electoralista de concesiones municipales, ha paralizado hasta hoy ese soporte por la doble vía reglamentaria de impedir su acceso a Telefónica y de prohibir la competencia telefónica en ese soporte durante un dilatado plazo. El resultado es hoy evidente: las enormes expectativas de hace un año sobre este soporte se han difuminado.

Pero las decisiones más aberrantes se centran en el reglamento de "liberalización" de las emisiones digitales por satélite y en la regulación propuesta de la transmisión dé competiciones deportivas. Se ignora aquí que el abonado no adquiere un descodificador si no es vinculadamente a una oferta concreta y atractiva. De forma que el objetivo oficial de compatibilizar los sistemas de descodificación podía haberse conseguido con fórmulas de negociación y arbitraje entre las empresas actuales y futuras, sin eliminar el beneficio industrial. Mientras que la cesión de una red al competidor a tarifas sujetas "a costes" no sólo frenaría el desarrollo de ese mercado, sino que se revela indefinible e inviable (¿costes del descodificador, de la publicidad y el marketing, de la facturación y la gestión de los pagos?). La misma "inmovilización" de las fianzas por descodificador sólo servirá para invitar a las empresas a practicar su venta o a encarecer el alquiler, perjudicando al consumidor y retrasando el desarrollo del sector.

La insólita reglamentación propuesta para las retransmisiones deportivas tiene todavía más objeciones económicas. No sólo porque esta declaración de "interés general" del fútbol proceda, paradójicamente, de un Gobierno que proclama el fin del servicio público radiotelevisivo y su voluntad de dejar el cine español y europeo a la suerte del mercado, sino por la profunda falta de comprensión que supone: ignorancia sobre la economía de la televisión abierta con publicidad a la que absurdamente se insiste en calificar de "gratuita" cuando no es más que un mercado financiado por un "impuesto indirecto" del consumidor; y desconocimiento de que el fútbol y la televisión son dos sectores económicos en continuo proceso de desregulación, privatización y mercantilización. Una relación simbiótica en la que el fútbol (con las federaciones y ligas como cartel de precios) ejerce una posición dominante frente a las cadenas de televisión en competencia, como prueban unos precios de exclusivas eh ascenso geométrico que sólo puede pagar la televisión mediante la compartición de esos derechos entre emisiones con publicidad, pago por abono (pay TV) y pago por visión (pay per view), al menos hasta que, dentro de muchos años, las fórmulas de pago logren un mercado enorme. Así que la regulación general de las emisiones deportivas "gratuitas" y de su impedimento en pago por visión es, en el mejor de los casos, inútil, además de suponer un nuevo freno al desarrollo del satélite y del cable en España. Y el incremento de las subvenciones al fútbol -vías IVA o quinielas- alcanzaría la total irracionalidad económica.

Ambas decisiones gubernamentales se han cobijado en una presunta lucha contra el monopolio de la información que difícilmente puede servir como justificación. Porque las fórmulas habituales de televisión de pago por satélite dan una escasa relevancia a la información política y, por la naturaleza minoritaria y segmentada de sus mercados, no se solapan con los medios clásicos de comunicación. Además, es difícil pensar en un monopolio sobre un mercado al que llegan cada vez más actores por múltiples soportes tan complementarios como competitivos, como muestra en su informe anual la Comisión Federal de Comunicaciones estadounidense al contemplar lo que considera un mercado de conjunto, el Multichannel Video Programming Distributor: redes y servicios del cable (básico y premium), satélite, redes de microondas (MMDS), antenas colectivas (SMATV) y hasta los servicios de vídeo por telefonía local, y ello sin contar todavía con la digitalización de las ondas hercianas terrestres que abrirá seguramente una nueva vía de entrada y competencia. Por tanto, ese pretexto -sin reglas generales y objetivas, y con medidas arbitrarias y ad hominem- sólo sirve para pervertir esos principios de pluralismo, para prostituirlos al servicio de objetivos políticos inconfesables y para impedir, en definitiva, la adopción de una regulación progresista en ese campo.

El cable y el satélite deberían ser contemplados en este país, por fin, como elementos claves del desarrollo económico y social, sin necesidad de visiones mitológicas. Y la televisión de pago debería ser considerada como el motor imprescindible a corto plazo (doble crecimiento anual que la inversión publicitaria), pero nunca como el único factor de las nuevas redes y servicios de información. Sin olvidar ciertamente sus dimensiones culturales y políticas, que sólo sobre una base económica realista pueden cimentarse. Pero ello implicaría una política de Estado, pactada entre los principales partidos parlamentarios y que abarcara el diseño de un sistema competitivo, pero equilibrado, en las telecomunicaciones y en el audiovisual, entre las redes y los contenidos, hacia el mercado nacional y europeo y hacia los países de América Latina. Y exigiría un claro apoyo a todas las empresas españolas en ese terreno, pymes incluidas, con criterios objetivos, caigan o no "simpáticas" políticamente a cada partido. Inevitablemente, la mayor responsabilidad en esa tarea recae en el Gobierno y en el Ministerio de Fomento, que tendrá que dar cuenta hasta de su propio nombre si persiste en esa omisión histórica.

Enrique Bustamante es catedrático de Comunicación Visual y Publicidad en la U. Complutense, y profesor de Economía y Empresa Audiovisual.

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