La renuncia
Cantó en Madrid dos veces la semana pasada María Dolores Pradera, y siendo un gozo oírla me acordé de otra fina estampa de esa mujer. Era yo estudiante y entonces existía aún la institución de la claque, el aplauso inmerecido que unos mandados arrancan en los espectadores tibios, algo que hoy pervive en las televisiones públicas y en algún diario nacional. La claque de mi época estaba en decadencia: los estudiantes íbamos a una cafetería cercana al teatro donde tomaba vermú el jefe de claque, un hombre ya mayor y con aspecto de no amar mucho el espectáculo, y allí obteníamos la entrada gratuita o reducida para la representación, habitualmente en las últimas filas, pues nada anima más un patio que un aplauso que llega de atrás. El jefe no veía la función, ya digo que no tenía cara de amante de Talía, pero nunca faltaba a los mutis graciosos, a los fines de acto, al telón del desenlace, y entonces, por si acaso los jóvenes y pobres aficionados de verdad desfallecíamos, allí estaba él batiendo palmas de Corifeo. Le seguíamos, y a nosotros el estólido público de pago. Desde la claque vi yo actuar a María Dolores Pradera en un Chejov, pero ese día no hizo falta arrancar el aplauso a nadie; la ovación salía espontánea.Un Chejov, un Turgenev, quizá un Shaw. Y de repente esta mujer abandonó los escenarios del drama y se puso a cantar, haciendo así que la gente que tiene la suerte de una edad joven viva en la desgracia de desconocerla como una de las más grandes actrices que ha tenido el teatro español. Antes otra eximia, María Jesús Valdés, lo dejó todo por una vida conyugal, aunque ha vuelto, y cómo, y también otros monstruos de la escena, Marsillach, Fernán Gómez, dejaron de pisar las tablas ante el espectador, aunque no le abandonaran, pues escribían o dirigían obras y hasta hacían películas para él. El fantasma de la retirada es la gran tentación del artista, sobre todo el que se ve obligado a comparecer públicamente para ganar el reconocimiento. La difícil y permanente tensión entre el miedo escénico y la vanidosa recompensa del éxito en directo hace del teatro la más intensa y viva de las artes, y de sus intérpretes los seres más amados y frágiles, necesarios, neuróticos, narcisos, y huidizos, del mundo.
En el prólogo que escribió Baudelaire para acompañar su traducción de las Historias Extraordinarias de Poe hace el poeta francés una sorprendente declaración: "Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos de bastante importancia, el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse". Cierto es que Baudelaire se refiere en su segundo derecho a la definitiva marcha del mundo, el suicidio, pero ¿acaso no interpretamos los mortales pacientemente resignados a la vida esos fulgurantes abandonos de los artistas amados como suicidios? No hace falta remontarse a la oscura desaparición de Rimbaud en las arenas de Abisinia; somos muchos los que querríamos leer las fotos no hacen falta más obra nueva de Salinger, o más ficción de Ferlosio, que templa el mono de vez en cuando con alguna filípica. Y cuántos melómanos se quedaron frustrados -el disco es un pobre paliativo- de no ver más tocar en público a los esquivos Gould o Benedetti Michelangeli.
A una pregunta de Sol Alameda sobre su retirada del teatro respondía hace no mucho la Pradera: "Me dejé llevar por lo que me ha ido ofreciendo el destino". Bella y simple respuesta de una dama de 72 gloriosos años que también reconoce en la misma entrevista haber tenido siete grandes amores. La renuncia en cualquier forma, desde la más banal a la más trágica e irreversible, es sin duda uno de los derechos humanos inalienables, pero también es justo, por retomar el hilo de la obra, que los admiradores, tanto los convencidos como los por hacer, pidamos a los dioses de ese fugaz olimpo del teatro que no se olviden de nosotros. Para que nunca vuelva a hacer falta la falsa emoción de la claque.
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